“Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia”. También nosotros somos enviados para sanar a los enfermos. El Papa Francisco, comentando este texto nos decía en una Audiencia: “Jesús envía a sus discípulos a cumplir su propia obra y les dona el poder de sanar, es decir, de acercarse a los enfermos y cuidarlos hasta el fondo (…) ¡Esa es la tarea de la Iglesia! Ayudar a los enfermos, no perderse en habladurías, ayudar siempre, consolar, aliviar, estar cerca de los enfermos; ésta es la tarea” (Audiencia 10-junio-2015). Con las palabras finales de la parábola del Buen Samaritano, “anda y haz tú lo mismo” (Lc 10,37), el Señor nos señala cuál es la actitud que todo discípulo suyo ha de tener hacia los demás, especialmente hacia los enfermos. Es, pues, tarea de todos cuidar a los enfermos. El Papa nos propone todo un programa para la atención de los enfermos: ayudar, consolar, aliviar, estar cerca.

Consolar y aliviar con nuestra compañía y nuestro cariño, siendo portadores de esperanza. El Concilio Vaticano II, en su “Mensaje a los pobres, a los enfermos y a todos los que sufren” nos recordaba: “la ciencia cristiana del sufrimiento, indicada explícitamente por el Concilio como la única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento y de dar a quien está enfermo un alivio sin engaño: No está en nuestro poder el concederos la salud corporal, ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos (…) Pero tenemos una cosa más profunda y más preciosa que ofreceros (…) Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelarnos enteramente su misterio: Él lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor (cf., 8 de diciembre de 1965)”. El mayor dolor es el sufrimiento moral ante la falta de esperanza. Aquí hemos de ser muy conscientes de nuestra misión: “siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pida” (1 Pe 3, 15).

“Estar cerca”, visitar, acompañar. Cuánto bien hace los enfermos esos momentos de compañía, en los que puedan compartir su dolor, su preocupación, su soledad, su tristeza. Hacer mío “de alguna manera su sufrimiento, de modo que éste llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de un otro, este sufrimiento queda traspasado por la luz del amor” (Benedicto XVI, Encíclica Spes salvi, 38)

Debemos tener muy presentes a los enfermos en nuestra oración personal y comunitaria. Y hacerles saber que oramos por ellos, así se sentirán acompañados y apoyados. El Papa Francisco, en esa misma Audiencia nos anima a involucrar a los hijos en la educación por el cuidado de los enfermos: “y pienso en cuán importante es educar a los hijos, desde pequeños, a la solidaridad en el tiempo de la enfermedad. Una educación que deja de lado la sensibilidad hacia la enfermedad humana hace que los corazones se vuelvan áridos. Hace que los chicos se queden ‘anestesiados’ hacia el sufrimiento de los demás, incapaces de afrontar el sufrimiento”.

Pidamos a Nuestra Madre, Salud de los enfermos, su mediación por cada uno de los enfermos de nuestras familias y, particularmente, por aquellos que están solos o se sienten abandonados.