Los Santos Padres contemplaron a Cristo como el nuevo Moisés, quien introducirá al nuevo pueblo de Dios (la Iglesia) en la tierra prometida del cielo y tierra nuevos. Benedicto XVI, en su obra “Jesús de Nazaret” desarrolla este paralelismo para explicar las bienaventuranzas de san Mateo, pronunciadas en lo alto del nuevo Sinaí donde Dios entrega la ley nueva del amor de Dios.

Esta relación redentora y mesiánica de Jesús con Moisés, hará que el Maestro se tope con las mismas dificultades que encontró el gran libertador del antiguo testamento: un pueblo de dura cerviz. Las advertencias que pronuncia sobre Corazaín,  Betsaida y Cafarnaún —esta última donde vivió y conoció a los primeros apóstoles— son fruto de la terquedad de sus habitantes, ciegos y sordos a la presencia de la redención. Además, las compara con ciudades paganas, henchidas de lujo y desenfreno como Tiro, Sidón y Sodoma, botón de muestra de lo que Dios deplora.

Algunos ven en esta advertencia una maldición, pero es algo contradictorio con Dios. Él no puede maldecir: de Él sólo podemos esperar bendiciones. Y la bendición que se esconde tras esta tremenda advertencia es la conversión a Dios de sus ciudadanos. Cristo busca llamar a las puertas de los corazones humildes que buscan al Señor para que reviva su corazón. El pecado, envuelto en ropajes atrayentes de lujuria y desenfreno, genera ciudadanos incapaces de construir una sociedad, y tarde o temprano el tejido social genera problemas.

El pecado brota del diablo, odiado profesional y etimológicamente «divisor». Y de la división y el odio no podemos sacar nada bueno. Del Señor, en cambio, vienen la comunión y la gracia.