Ayer, en forma de zarza ardiente, se hizo presente Dios a Moisés. Hoy le revela su nombre: «Yo soy el que soy», «Yo soy». Los hebreos, por respeto al nombre propio de Dios que Él mismo reveló, no lo dicen ni lo escriben; acuden por ello al Tetragrámaton YHWH, Yahvé. 

Conocer el nombre de alguien es clave para entablar lo más humano que existe: una relación personal de tú a tú. Nuestro nombre no es el número de la seguridad social o una cuenta bancaria. La pandemia ha puesto a prueba esta necesidad imperiosa del ser humano de comunicarnos como personas, abrazarnos, mirarnos. De pronto, la tecnología se ha convertido en un instrumento que nos ha permitido seguir funcionando, pero con una contrapartida nada desdeñable que debemos controlar: cada vez más se hace todo virtualmente, no presencialmente. El camino de la virtualización es una espada de doble filo. Internet empieza a ser un mundo real a través del cual muchos contemplan ya la realidad. Llames donde llames, el contestador automático y sus infinitos menús llegan a desesperarte en ciertos momentos hasta que das con un ser humano (y reza para que sea alguien eficaz…). Los quioscos se han convertido en las oficinas de paquetería de Amazon porque la prensa ya la tenemos online. El comercio físico tiene menos visitas porque el pret a porter de los comercios online (que te permiten incluso descambiarlo si no te vale) le han comido el terreno. Dos personas que están sentadas en una mesa tomando un refresco en Pintor Rosales se comunican a través del WhatsApp… La tecnología es maravillosa si la conducen las personas y no al revés.

Dios no ha utilizado la tecnología para revelarse, aunque la tecnología es hoy día un canal privilegiado por el que entra en la vida de mucha gente (por ejemplo, este comentario diario de la diócesis de Madrid). La revelación divina es personal: de tú a tú. Revela su nombre a Moisés, pero revela su persona completa con su encarnación. Cristo, al que tienes en la Eucaristía y en la Escritura, no es virtual, sino real. Se ha hecho hombre para que pases todo el tiempo que quieras con Él, le hables, le escuches… Aprovecha esta cercanía divina que es la gran esperanza de nuestra existencia.

Otro dato importantísimo de este Nombre es que se refiere a una divinidad que no es de piedra, sino un viviente: el «Señor, Dios de vuestros padres, el Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob». En otro lugar del evangelio, Cristo mismo alude a esta expresión del Antiguo Testamento (Mc 12,27). Es el Dios de la vida, el Creador de la existencia y de la belleza, y aquél que se regocija en la vida de los hombres, a los que ha creado y querido como a hijos. De ahí que el primer fin del hombre es vivir, no en un mero sentido biológico, sino ante todo espiritual: cada persona está llamada a ser un viviente como Dios es el Viviente por antonomasia, El que Es. Para ello, nos debe guiar la luz del amor y la verdad que Él ha puesto en nuestro corazón y que revela plenamente en el Evangelio: la mansedumbre y la humildad, dos virtudes únicas del cristianismo como plenitud de vida, son dos indicaciones muy precisas de esa vida a lo divino.