La Iglesia reza constantemente por toda la humanidad intercediendo con su oración. Pero de modo singularísimo, todos los católicos pedimos nominalmente en la eucaristía por el papa y por el obispo de la diócesis (y sus obispos auxiliares, en el caso de Madrid y otras diócesis grandes). Esta alusión singularísima tiene raíces dogmáticas, eclesiológicas y litúrgicas: señala nuestra comunión con quienes representan a Cristo y nos unen a la Iglesia católica. Apoyados en las lecturas de hoy le damos otra perspectiva más a este detalle que todos los días acontece en la eucaristía que celebramos.

El Buen Pastor prometido como profecía en la primera lectura es Cristo Jesús, que alimenta a las ovejas llevándolas a las verdes praderas y a las fuentes tranquilas de la eucaristía, donde reciben la misma vida divina en forma de pan y vino: de este modo hace que habiten en la casa del Señor por años sin término, puesto que es el pan de los ángeles, que da la inmortalidad. Nos unge con el óleo de la caridad, hace rebosar la copa de nuestro corazón de amor de Dios. Quien esto recibe, nada le puede faltar.

Del Señor sólo esperamos bendiciones, porque Él es Santo, y de su santidad no brota otra cosa que el bien. Por eso, cada cosa que hace siempre es buena. Parece una perogrullada recordar que Dios no es bueno porque nos pasen cosas buenas o malo porque nos sucedan cosas malas; en realidad, aquello que nos da es bueno porque Él es el quien nos lo da. El cambio es sutil, pero de vital transcendencia para entender por qué Cristo es el único Pastor de nuestras almas. Y aquí «único» es literalmente eso: en Él se agota la especie de Pastor en el sentido más sobrenatural y teológico de la palabra.

La presencia misma de Dios, su acción santificadora y redentora, ha querido Jesucristo realizarla de modo maravilloso a través del ministerio sacerdotal, que encomendó a sus discípulos en la última cena. Este divino sacramento, obra sobrenatural y no acción humana, identifica a los varones que reciben la vocación y la ordenación sacerdotal ni más ni menos que con Cristo, en cuanto es cabeza de la Iglesia y pastor del pueblo de Dios. El obispo, que posee el sacerdocio en primer grado, lleva el báculo que lo simboliza visiblemente: es el callado del pastor. Y el obispo entrega la tarea de pastorear a quienes son sus colaboradores, los sacerdotes y diáconos de su diócesis, a los que envía a la realización de diversos ministerios: vicarios episcopales, arciprestes, párrocos, vicarios parroquiales, rectores, etc. Todos pastores del rebaño de Dios, cada uno según su grado, según su carisma propio, su ministerio propio. Todos en unión con el obispo, garante de la unidad en la fe, la esperanza y el amor. Y el obispo, en comunión con el papa. Un único rebaño y un único Pastor, presente en el Vicario de Cristo, todos los obispos, sacerdotes y diáconos. Un pueblo sacerdotal, en sentido ministerial, que genera para el pueblo santo una corriente de gracia y de vida que brota del único Pastor que puede santificar un pueblo entero.

De aquí la importancia de rezar para que todos los obispos, sacerdotes y diáconos (estos son los tres grados del sacerdocio) cumplamos bien nuestra tarea, viviendo de la fuente misteriosa de nuestra vocación sacerdotal, una elección divina cuyo significado profundo requiere mucha vida interior. La tarea universal de cada sacerdote es prolongar en el tiempo las acciones salvíficas del único sacerdocio de Cristo, que tira los muros que separan la humanidad uniendo a todos en una misma fe y un mismo amor. Aunque la expresión «derribar muros» está de moda, San Pablo ya la utilizaba de forma gráfica para entender la unidad en la fe en un momento de divisiones entre paganos conversos y judíos que siguen al Mesías.

Las ovejas escuchan la voz del Pastor. Cuando los pastores —iconos del único Pastor— fallamos, porque ponemos nuestra humanidad antes que nuestra vocación, el pueblo santo reza para que cada sacerdote mundanizado, que dispersa las ovejas por la maldad de sus acciones, que las utiliza para intereses propios y su comodidad, encuentre su conversión. La historia de la Iglesia nos demuestra que el sacerdocio debe vivirse como una vocación. Si se convierte en una carrera, un mero modo de subsistencia, una forma de encontrar reconocimiento, le falla su vertiente espiritual y divina, echando en saco roto la gracia de Dios. No obstante, las acciones sacramentales son tan divinas que ni siquiera la miseria de la persona del sacerdote puede ocultar ese foco de santidad.

El sacerdocio —hablo ya en primera persona— no nos da la santidad, pero la exige: el pastor debe trasparentar al Pastor. Esta es la lucha cada mañana cuando uno se mira al espejo. El sacramento no nos da la santidad, ni nos quita la humanidad, ni tampoco nuestros defectos, nuestras debilidades y pecados, que hacen que muchas veces nuestro sacerdocio se rompa. Al hacer de cabeza, todo eso queda mucho más expuesto, sean las virtudes o los defectos. Y con la salsa vital que en la sociedad se han convertido los cotilleos y las críticas, nuestras meteduras de pata nos colocan directamente en la picota. Cuanto más alto, más se ven.

Y esta es la razón por la que debemos rezar nominalmente no sólo por el papa y nuestro obispo: debemos rezar nominalmente por nuestro superior, párroco, vicario parroquial, adscrito, capellán, rector… Uno de los grandes consuelos que tenemos los sacerdotes es contar con la oración de tantísima gente buena que apoya espiritualmente tu sacerdocio, lo apuntala, con la caridad de sus oraciones y con otros muchos detalles de afecto del bueno. Cada sacerdote necesita toneladas de oración porque en sus manos está Cristo para santificar a todos los hermanos. Se nos ha dado mucho y mucho se nos exigirá por el bien del pueblo de Dios. Para bien o para mal, el pueblo de Dios exige ver al Pastor, pero se topan con el pastor…