Levítico 23, 1. 4-11. 15-16. 27. 34-37

Sal 80, 3-4. 5-6ab. 10-11 ab

San Mateo 13, 54-58

“La gente decía admirada: ¿De dónde saca éste esa sabiduría y esos milagros? ¿No es el hijo del carpintero? ¿No es su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? ¿No viven aquí todas sus hermanas? Entonces, ¿de dónde saca todo eso? Y aquello les resultaba escandaloso”.

¿De dónde sale la oración? A veces hacemos esfuerzos de reflexión, meditamos arduamente, leemos libros o comentarios. Todo eso está muy bien, pero la oración no es sólo un ejercicio reflexivo. La oración es un acto de entrega, de ponerse a disposición de Dios, de dejar que Él nos sorprenda. En ocasiones hacemos una oración muy “elaborada” que nos deja vacíos. Pero, en otras, cuando vamos, por ejemplo, por la calle, Dios nos sorprende con una inspiración, con una claridad deslumbrante … con algo que nos hace cambiar.

Por eso, los frutos de la oración vienen cuando Dios quiere. Es necesario marcar un tiempo cada día y ser fieles a él. Muchas veces en esos momentos estaremos secos, nos parecerá que perdemos el tiempo. Pero esos tiempos fijos de oración son los que nos preparan a gustar de Dios, a conocerle y reconocerle cuando se presenta.

La oración es acompañar, muchas veces en silencio, casi sin mirarse, a Aquel que nos quiere. Estar con Él y disfrutar de que Dios esté con nosotros. Descansar en Dios. Hacen falta muchos orantes, muchos que estén con Dios y puedan descubrirlo en cada acontecimiento de este mundo.

Que la Virgen nos guarde. Ella nos ayudará a que Dios saque de nosotros lo que ni sabíamos que existía.