Santos: Teresa de Jesús Jornet e Ibars, fundadora de las HH. Ancianos Desamparados; Ireneo, Simplicio, Abundio, Alejandro, Anastasio, Adrián, Víctor o Vítores, Victoriano, mártires; Pelagia, Atico, Sisinio, confesores; Félix, presbítero; Froilán, abad; Ceferino, papa y mártir; Juana Isabel Bichier des Ages, fundadora de las Hijas de la Cruz.

Si no hubiera habido en Francia la Revolución de 1789 probablemente no hubiéramos tenido a esta santa en los altares. Ello no quiere decir que haya que justificar todas las innumerables tropelías, injusticias y muertes que aquellas hordas fanáticas ocasionaron y, mucho menos, que las bendigamos por el hecho haber proporcionado la ocasión de ejercitar las virtudes cristianas en grado heroico a muchos fieles cristianos. Si fue buena o no, justa o injusta, lo juzgarán, en primer lugar, la historia, la sociología, la política y otras ciencias más con la frialdad que da el paso del tiempo, midiendo el peso de los males a solucionar y estudiando si se pusieron o no otros medios posibles para aliviarlos, e incluso sopesando los pros y contras derivados de las actuaciones de los que la llevaron a cabo; luego, definitivamente, será Dios mismo –el que conoce todas las cuitas de los que intervinieron directamente–, quien tenga la última y justísima palabra. A mí, personalmente, me parece que toda guerra es mala, que la civil es la peor y que siempre debería darse un plus de esfuerzo para arreglar lo que está mal y no llegar jamás al enfrentamiento bélico. De todos modos, en este lugar, es suficiente reflejar, como en resumen, la libre respuesta que dio a Dios aquella niña que nació en el castillo de Ages, en 1773, de una familia rica, y a quien pusieron el nombre de Isabel; a ella le tocó sufrir la Revolución y vivir con sus secuelas.

Tenía un tío sacerdote, monsieur Mossac, que era Vicario General en Poitiers. Quedó huérfana a los diecinueve años. Los revolucionarios quisieron hacerse con los bienes heredados y tuvo que defenderlos con interminables pleitos de los que sale airosa, habiéndose ganado el respeto de sus paisanos.

Cuando pasó la persecución y el furor anticlerical pudo firmarse un nuevo Concordato entre Francia y Roma. Al recuperar la Iglesia libertad para evangelizar parecía que todo estaba solucionado; pero las cosas no eran del todo así. La verdad de cada día era que el panorama de la Iglesia en Francia se asemejaba al de una huerta después de haber pasado un huracán. La mayor parte de las actividades estaban desorganizadas, los niños crecían sin formación, las familias vivían desalentadas, los ancianos desatendidos y los enfermos morían sin sacramentos. El mal era universal. Se hacía algo; pero había que hacer mucho más. Isabel se lo plantea de modo personal y está dispuesta a la entrega completa; pero no sabe por qué camino debe empezar a andar.

En este desasosiego, le llega la llamada casi angustiosa de un sacerdote compatriota que le pedía le echara una mano o dos en su parroquia de Bétines. Se habían conocido en los tiempos duros de persecución; no había claudicado aquel abbé ante las presiones de la Revolución, ni a las del Directorio, permaneciendo fiel a Roma, escondiéndose en la clandestinidad; ocho horas de espera le costó entonces la breve entrevista que tuvo con él, cuando el buen cura había adoptado un hórreo como sede parroquial para confesar y atender a los fieles que también exponían sus vidas al ir a verle. Ahora, en medio de tanto desconcierto, está poniendo orden en su parroquia y piensa organizar algo con las chicas, pero necesita la presencia femenina de personas bien formadas.

Entre los dos ponen en marcha una escuela para dar seria formación cristiana. Isabel la atiende, mientras el cura misiona. Se le añaden otras personas. Ahora es cuando se le enciende la luz y ve claramente lo que Dios espera de ella. Vienen más chicas atraídas por la labor. De común acuerdo, sugieren al sacerdote Andrés Huberto, que las dirige en lo espiritual, ampliar el campo de acción con el cuidado y atención a los enfermos. El pequeño grupo inicial se ha hecho fuerte y, dándole cuerpo con unos estatutos, nacen las Hijas de la Cruz que aprobó en primera instancia el obispo de Poitiers. Por estrechez de la casa, tienen que trasladarse a La Puye, en 1820, donde fijaron la casa madre.

Serán como una explosión evangélica más, aunque con unas características propias: estarán en el mundo, con hábito negro, cuidarán de los pobres y aliviarán a los desgraciados. Evangelizarán con palabras, pero el amor de Dios será mejor entendido por la gente en el testimonio de vida. Tanto el sacerdote Huberto, que las forma, como Isabel Bichier han intuido que, cuando los ricos son preferidos a los pobres, planea sobre la cristiandad la sombra del castigo. Las Hijas de la Cruz contribuirán a la reconstrucción de la Francia arrasada «predicando la doctrina de la cruz y del desprendimiento, enseñando con la práctica escoger las privaciones a los placeres, las humillaciones a las alabanzas». Esto lo harán con mucha mortificación, con pobreza completa, con castidad perfecta y en entrega absoluta de la voluntad propia a la obediencia, con una austeridad de tal calibre que los Vicarios capitulares de Poitiers se sienten tentados a mitigar.

Murió el 26 de agosto de 1838, dejando tras sí una gran familia sobrenatural, con un centenar de casas repartidas por toda Francia, sacando bien del mal de la Revolución.

Y es que Dios es Dios porque es muy capaz de sacar bien del mal. Hace dos milenios que viene repitiéndolo; sí, y lo hizo plenamente cuando del terrible mal sufrido por aquel hombre en el Calvario sacó el mayor bien posible para el hombre.