En el Evangelio, las curaciones de Jesús tienen siempre una finalidad clara: suscitar la fe en el sanado y en cuantos contemplaban el suceso. Hoy tenemos un ejemplo de ello. Habrá gente que mire sólo unos oídos que oyen y una boca que habla, pero lo cierto es que una mirada de fe ha de ver, sobre todo, un corazón que escucha a Dios y una boca que proclama a Jesús como el Dios hecho hombre. Hoy, por tanto, hablamos de conversión.
La conversión es un proceso personal, un vuelco al corazón. Es un tú a tú con Dios. Es un responder en primera persona a la verdad de fe que otros nos han contado. Por eso convertirse no es simplemente un llegar a los sentimientos, sino un llegar al corazón de la persona, es decir, a lo más profundo, a ese lugar donde tomamos las decisiones de nuestra vida, allí donde se unifican inteligencia, voluntad y emociones. No hay conversión real que no pase por estas tres dimensiones de la persona.
Como proceso personal que llega a lo más íntimo del hombre, debemos afirmar que no es algo que se pueda forzar. ¡Y cuánto daño hace a una persona, y especialmente en la juventud, forzar la conciencia de alguien para que crea o tome un camino vocacional concreto! Nada más lejos de lo que quiere Dios, pues si Dios es amor y el amor tiene como premisa la libertad, ésta ha de ser algo sagrado, como la conciencia es sagrada. La conversión es un llamado a vivir de Cristo, quien es el único que llama; y lo hace para ser verdadero sustento del peregrino y verdadero pan para el hambriento. Convertirse es, en este sentido, ser consciente de que, tan vital como el agua es para el cuerpo, lo es Jesús para nuestro espíritu.
El convertido es el que no ve míseros, es el que ve gente necesitada de Dios, de ese Dios encarnado que nos toca en los sacramentos, como al sordomudo del Evangelio, y al que nosotros tocamos con la fe.
La conversión es una vuelta a Dios, por tanto, una vuelta a los orígenes, al agua pura, a la niñez. Dice Ratzinger, hablando sobre las reformas de la Iglesia, que éstas sólo pueden ser llevadas a cabo con éxito si se mira a los orígenes, a lo genuino, a lo que Cristo y sus apóstoles dejaron establecido; que la reforma de la Iglesia pasa por eliminar lo mundano que hemos ido construyendo a lo largo del tiempo. Pues esto es extensible a nuestras vidas. Convertirnos, reformarnos, es eliminar lo superfluo de nuestras vidas y rescatar y poner de relieve lo primitivo en el sentido positivo de la palabra, aquello que sustenta, que da vida, las raíces.
Y, por último, hay que decir que la conversión es un proceso radical, que va a la raíz. Y no tiene por qué ser un momento de shock, sino que tantas veces es algo imperceptible que sólo se vislumbra al echar la vista atrás y contemplar el camino recorrido. Es lo que experimentaron grandes santos (Pablo, Agustín…), que, antes de ser grandes maestros, vivieron años profundizando en la fe que habían descubierto.
Este sacerdote que os escribe es un apasionado del Camino de Santiago, que procuro hacer cada verano. Pues bien, en la fachada de Platerías de la catedral de Santiago, hay un crismón con dos letras griegas, alfa y omega. Habitualmente se ponen en este orden para significar que Cristo es el comienzo y el fin, el sentido de todo lo creado. Pero allí en Santiago el orden de las letras es inverso. Y, ¿qué significa? Que el terminar el camino, el llegar a Compostela, es el inicio del nuevo y verdadero camino, que no es el de Santiago, sino el de la santidad. Se reconoce así el verdadero sentido del camino, que es la conversión a una vida de santidad, orientada a Dios.
Por eso, porque la conversión es algo cotidiano, un camino, es fundamental vivir de la Eucaristía, de la confesión, de la oración, es decir, de los medios de gracia cotidianos. Hemos dicho que convertirse es ser consciente de que Jesús es el único alimento, que es tan necesario como el agua. Si esto es así, ¡necesitamos recibirle y acogerle allí donde Él se hace presente! De lo contrario, no habrá verdadera conversión.