En la Iglesia solo celebramos la fiesta del nacimiento de tres personas: Juan Bautista, el precursor, María, la madre santísima y, por supuesto, el Señor. De todos los demás santos celebramos el día de su nacimiento a la vida eterna: «Die Natalis», el día en que partieron de este mundo a la casa del Padre, el día de su muerte temporal.

Celebramos la natividad de Jesús el 24 de diciembre, de Juan seis meses antes, y de María nueve meses después de su inmaculada concepción. De ellos celebramos su nacimiento a la vida mortal. Precisamente porque Cristo con su encarnación, al asumir nuestra débil naturaleza humana, siendo en todo igual a nosotros menos en el pecado, ha llevado a la plenitud y a la perfección nuestra condición humana. Ahora nosotros, gracias a la pascua de Jesús, cuando morimos, nacemos. Esta gran novedad que marca la historia y la divide en dos: antes y después de Cristo; es lo que hoy celebramos en su misterio preliminar. La Natividad de María viene a ser como la aurora del amanecer, el alborear del nuevo día, del sol que nace del alto que es Cristo.

De hecho María desde su Asunción a los cielos participa plenamente de la victoria y de la pascua de Jesús. Por eso cronológicamente es la primera que nace para no morir. Todas las demás personas después del pecado primero y antes que María nacieron para la muerte. Desde María y gracias a Jesús hemos nacido para vivir eternamente.

Todo esto obedece a un designio de salvación, a un plan que Dios ha trazado desde la eternidad por el cual quiere manifestar su gloria en nosotros. Un misterio de salvación en el que nada ha sido dejado al azar. En  aquellas celebraciones en las que se escuche como primera lectura el fragmento de la carta del apóstol San Pablo a los romanos esta predestinación queda claramente manifiesta.

No es lo mismo reconocer que la elección de Dios es libre, es decir que Dios eligió a María, como nos elige a nosotros, por un puro don de su liberalidad; que pensar que esta elección es arbitraria. Todo lo contrario, en el misterio de la inmaculada concepción se entiende perfectamente que María fue preparada desde el primer instante de su existencia para llevar a cabo su misión en esta vida. El nacimiento de María después de nueve meses es la aparición de esta humanidad que está llamada a ser glorificada. Es el misterio de la gloria de Dios manifestada en la carne.Por eso unos cuantos años después, en el nacimiento de Jesús tal y como hemos escuchado en el evangelio, el ángel Gabriel revelando el designio de Dios nos aclara que nuestro papel consiste simple y llanamente en la obediencia a Dios. Cuando aquello que tenemos delante y estamos considerando resulta «venir del Espíritu Santo», es decir, no ser obra nuestra, lo único que se nos pide es creer y abrazar ese designio.

Le pedimos al Señor la gracia de reconocernos ya salvados por su amor. La conciencia de bautizados que nos permite esperar confiadamente nuestra propia resurrección al final de los tiempos y la glorificación de nuestra carne débil. Le damos gracias a Dios porque en María se anticipa, se prepara y se fragua ya la victoria de Cristo en cada uno de nosotros.