No es tan fácil hacerse el buenecito. Como no seas bueno de verdad, tarde o temprano saldrá a la luz tu realidad.

Hay un criterio de veracidad para comprobar la santidad de las personas: sus frutos. Jesús nos da ese criterio con una imagen muy visualizable. Nosotros diríamos: “no le pidas peras al olmo” es decir, cada árbol se reconoce por su fruto. Y es que es imposible que un árbol sano dé un fruto enfermo y al revés, que un árbol enfermo dé un fruto sano; por eso se conoce a cada cual según sus frutos.

Al examinar la santidad se comprueba que se trata de algo que es a la vez interior y exterior al hombre, la santidad es algo interior al hombre porque lo que es santo es el corazón del hombre.  Jesús dice que “de la abundancia del corazón, de eso hablan los labios” y nosotros podríamos añadir: “hablan también sus obras”. Pero la santidad es también exterior al hombre en el sentido de que la santidad sí es fecunda, deja huella. “Con esto recibe mi padre gloria porque dais mucho fruto”.  Ciertamente, el fruto abundante y duradero es signo de la santidad de Dios . Por eso este criterio nos libra de los engaños y las falsedades del hombre. La santidad no es algo aparente sino de dios. «No todo el que dice Señor,  Señor, entrará en el reino de los cielos». Nosotros solemos decir que no es cuestión de darse golpes de pecho. La santidad es más bien cumplir la voluntad de nuestro Padre del cielo, es hacer la voluntad de Dios. Por eso Jesús añade otra imagen, la del hombre sabio, prudente, el hombre santo y es aquel que no se limita a escuchar la palabra de Dios sino que también la pone por obra. Ese se parece al hombre que construyó su casa sobre roca. Pase lo que pase, venga lo que venga, lluvia. viento o riada…la casa permanece en pie.

Muchas veces asistimos al crecimiento fulgurante y llamativo de algunas personas o instituciones de la Iglesia. Fácilmente despiertan en nosotros una atracción por el asombro que suscitan. Jesús nos advierte de que ese no es el verdadero, ni el único signo para reconocer que algo  viene de Dios. El más importante es el fruto de santidad que proporciona para el bien de toda la Iglesia.

Un ejemplo evidente lo tenemos en la persona del apóstol San Pablo. Recordemos cómo después de convertirse, los creyentes tenían miedo de acercarse a él pues recordaban su antigua conducta, su firme rechazo y persecución contra los cristianos. Pero enseguida todas las iglesias tuvieron que reconocer en él a un verdadero instrumento de Dios. Él interpreta su propia historia personal como una enseñanza, un ejemplo que Dios ha querido dar a todas las personas para que no se desesperen ante su pecado por grande que sea. San Pablo, apóstol de la misericordia, dirá solemnemente y expondrá casi con el rango de una verdad de fe que debe que se confirme adhesión que Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores. Pero para hacerlo más comprensible, para que esto sea una realidad palpable se refiere a su propia historia. «Y yo soy el primero de ellos. pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús toda mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna».

Puede sorprender la insistencia de Pablo en su pasado pecador, pero si nos damos cuenta, es la mejor manera de acercarse al otro sin caer en el error de manifestar una superioridad moral y terminar humillándole. La vida de Pablo nos invita a imitar a Dios que tiene una paciencia infinita con nosotros. Por eso… ¡nada de apariencias ni fingimientos! Seamos santos de corazón, que nos rezume el amor del corazón.