A quienes nos gustan demasiado los libros, por ser unas ventanas muy pequeñas que se abren a universos mayores (el universo del otro, el universo que habita dentro de mí, el universo de Dios), llevamos un año recomendando a los amigos “El infinito en un junco”, ese trabajo multipremiado de Irene Vallejo sobre la historia del libro como soporte físico, que es en definitiva un repaso a la civilización de Grecia y Roma. Allí la autora relata que los primeros cristianos usaron unas pequeñas tablillas enceradas, unidas entre sí, para guardarse las palabras del Señor. El formato era manejable, pequeño, utilísimo. Quedaban atrás los papiros imposibles y los costosos pergaminos. Avanzaba un nuevo soporte, muy parecido al libro que hoy llevamos en el bolsillo.

Hay un momento en que Irene Vallejo, una entusiasta de la palabra, hace curiosamente un brevísimo comentario al Evangelio de hoy. El centurión romano le dice al Señor que sólo pronuncie una palabra y bastará para curar al enfermo, un siervo por el que tiene mucho afecto. La autora queda fascinada por un homenaje tan elocuente al poder de la palabra por sí misma: una palabra que cura, ahí es nada. Pero si uno se toma en serio lo que está pasando en el pasaje de hoy, no es que el autor del texto quiera ensalzar el hecho de “la palabra pronunciada”. Cuando éramos críos nos encantaban las palabras mágicas con las que podían hacerse conjuros, las contraseñas que facilitaban la entrada a lugares reservados, las palabras de los idiomas extranjeros que nos plantaban directamente en aquellos países de procedencia, lejanos y exóticos. Pero el Evangelio de hoy no apunta al milagro de la palabra, sino al milagro mayor de la confianza de un hombre, ajeno a la fe del pueblo de Israel, hacia un judío al que reconoce como Maestro y Mesías.

Antes de cualquier decisión en la vida, todo ser humano es por naturaleza susceptible de ser seducido por la verdad que habita en nuestro mundo. El centurión vio en Cristo a alguien que ponía en evidencia los corazones de todos, sacaba a la superficie los kilos de bondad y suciedad de los que somos capaces, era un revelador de la naturaleza humana. Veía en Él un hombre que, además de hacer milagros asombrosos, era digno de confianza. Es muy hermoso el tono que usa, el de dos personas que conocen bien su oficio: dirigirse a alguien para que su decisión sea cumplida. Con ello desvela en Cristo una evidente autoridad, una autoridad que no es de este mundo.

El evangelista no deja de anotar que el Señor se queda conmovido y asombrado por una fe tan rotunda. Hasta los últimos días de nuestra vida permanecerán esas palabras que pronunciamos antes de recibir a Cristo en la eucaristía. Deberíamos rezar más a menudo con ellas, para que se injerten dentro de nosotros no como palabras mágicas, sino como testimonio de una fe que conmueve al mismo Dios.