Te parecerá una tontería, pero cada acción que realizas te va dejando una muesca en el alma, para bien o para mal. Así de pegajosa es nuestra naturaleza. Dios nos hizo para dejarnos alcanzar por la realidad, no para mantenernos ajenos a ella. Una frase me influye, y una imagen, y una risa, y un comentario a destiempo, y un recuerdo. Si con ocho años te regalan por tu cumpleaños una camiseta del Atlético de Madrid, ya has quedado marcado de por vida, nunca dejarás de corear a tu equipo. Me encanta nuestra naturaleza permeable. A cada poco nuestras células se renuevan, millones de pensamientos navegan por nuestro cerebro al día, tocamos cientos de superficies durante la jornada. Todo entra y fluye, igual que los pájaros se mueven sin permiso de un sembrado a otro. Pero el reto no es vivir miles de emociones, sino llegar a ser YO mismo. Y eso ocurre a base de descartes e incorporaciones, es el reto de las elecciones.

En el Evangelio de hoy podemos sospechar la personalidad de los padres de los discípulos, sus comentarios muestran las enseñanzas que recibieron en casa. Les habían conculcado que había que ser el primero en la sociedad para medrar con holgura, y eso se podía conseguir acercándose a la gente importante. Por eso estaban tan contentos de andar con el Señor, era el hombre de moda, todos querían oír lo que salía de sus labios y esperar curaciones. De ahí que no dejaran de hablar entre ellos sobre quién era el más importante. Pero el más importante es el niño. El que busca ser el más grande se autodestruye, el que no tiene conciencia de crecer es el que vive verdaderamente.

He rezado recientemente un pasaje del libro de Ezequiel, que me deslumbra por su sabiduría. Se refiere a cómo los hechos nos definen, “quien deshonra a la mujer del prójimo, quien oprime al pobre y al indigente, quien vuelve los ojos a los ídolos, ése no vivirá”. Es decir, no hace falta que Dios condene al que hace las cosas torcidas, es que la torcedura misma de las elecciones matan al ser humano. El que quiere ser grande se envilece. Y sigue Dios por medio del profeta Ezequiel “pero si el malvado se aleja de todos los pecados que ha cometido y observa todos mis preceptos, vivirá y no morirá, vivirá por la justicia que ha practicado”. Aquí tampoco hace falta que Dios señale con el dedo a quién tiene que salvar. Es el camino recto, que Dios nos propone, el que nos llena el pecho de aire fresco y nos da la verdadera vida.

De ahí la necesidad de vivir lo que uno cree. Es la vida la que produce más vida, y las decisiones erróneas las que amontonan ruina sobre ruina. La acción de acoger a un niño no es un gesto populista de político en campaña, es el reconocimiento de que sólo nos salva la verdad. El lugar más pequeño, más insignificante, las vidas minúsculas… allí donde nadie mira, donde no se espera reconocimiento, allí espera Dios.