“Nadie enciende un candil y lo tapa con una vasija o lo mete debajo de la cama”. Dios tampoco hace esto. Ha encendido el candil que somos cada uno de nosotros con la luz de la vida recibida en nuestro bautismo: la gracia santificante, las virtudes teologales de la fe la esperanza y la caridad. Ahora nos toca a nosotros que esa luz “alumbre a los que entren”, a todos los hombres.

La fe arroja una luz sobre cada uno de nosotros y sobre nuestra vida. Una luz que nos permite descubrir quién soy: un hijo de Dios, alguien a quien Dios ama con ternura y misericordia. Una luz que nos ayuda a recorrer el camino de la verdad sobre mi bien, aquella vida que me conduce a la Vida. Y el Señor ha puesto esto en nuestro corazón para que cuantos tenemos cerca – “a los que entran” – puedan participar de esa luz. Por ello no podemos callar ante el mundo sobre esta verdad que se nos ha dado. En este sentido, el Evangelio de hoy es una fuerte llamada a dejarnos encender y guiar por la fe y, al mismo tiempo, iluminar a cuantos tenemos cerca. Es algo realmente urgente, porque Dios, para mucha gente, no significa nada. Lo sabes bien, porque, si eres reconocido como cristiano, notas con qué extrañeza te miran. Lo ves a diario. Lo experimentas. Lo aprecias en tus compañeros. Es un buen momento para preguntarnos si nuestra vida está organizada, en lo grande y lo pequeño, en lo de todos los días, desde la fe o desde otros criterios como el gusto personal, lo que en cada momento me puede apetecer…

Otro tanto podríamos considerar respecto a las virtudes de la esperanza y la caridad. La fe, como nos recuerda San Pablo, opera por la caridad, se hace operativa por la caridad (cf. Ga 5, 6). San Juan Pablo II nos urgía a vivir la caridad como esa luz que avala el anuncio que hacemos de Cristo: “estáis llamados a ser testigos creíbles del Evangelio de Cristo, que hace nuevas todas las cosas. Pero ¿por qué se reconocerá que sois verdaderos discípulos de Cristo? Porque ‘os amáis los unos a los otros’ – cf. Jn 13,35 – siguiendo el ejemplo de su amor: un amor gratuito, infinitamente paciente, que no se niega a nadie – cf. 1 Cor 13, 46 -. Será vuestra fidelidad al mandamiento nuevo la que certificará vuestra coherencia respecto al anuncio que proclamáis. Esta es la gran novedad que puede asombrar al mundo. (…) Entre vosotros estáis llamados a vivir la fraternidad no como utopía, sino como posibilidad real.” (Juan pablo II, Mensaje a los jóvenes con ocasión de la XII Jornada Mundial de la Juventud de 1997). Preguntémonos cada uno si la esperanza es fundamento de nuestra alegría, de nuestro sentido positivo de la vida, de poder ver a Dios detrás de cada acontecimiento. “Se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Benedicto XVI, Enc. Spes salvi, 1). Esto es posible porque la esperanza nos da una nueva perspectiva de todas las cosas. Sólo en la medida en que vivamos de ella podremos dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos lo pida (cf. 1 Pe 3,15).

Miremos a María, ninguna otra criatura ha sido ese candil que ilumina con la luz de Cristo a toda la humanidad. A cada hombre.