Comentario Pastoral


CELEBRAR EL AMOR, NO EL DIVORCIO

Siempre llaman la atención los anuncios de referencia litúrgica, que se ven en algunos restaurantes: «Se celebran bautizos, comuniones y bodas». Pero el colmo de la admiración es fruto del siguiente anuncio: «Se celebran divorcios». No hay duda de que el slogan publicitario es muy actual e impactante. ¿Se puede celebrar el divorcio? ¿Es motivo de convocatoria festiva el reconocimiento del fracaso en el amor o la constatación pública del desamor?

Un himno al amor tradicional se eleva desde las lecturas de este vigésimo séptimo domingo ordinario. La palabra de Dios canta el amor entre marido y mujer. La luz penetrante de la revelación divina ilumina el misterio antiguo y nuevo de la comunión en el amor. Por eso el matrimonio, sacramento de la unión entre el hombre y la mujer es símbolo de la unión mística entre Cristo y la Iglesia, su Esposa.

Por ser el matrimonio una donación total de amor, tiene sus dificultades y sus momentos oscuros, que pueden provocar crisis serias. Para mantener o reconstruir la limpieza en el amor concurren psicólogos, sociólogos y pastoralistas. Al valorar el matrimonio como sacramento del amor divino, Dios y el hombre se encuentran unidos y comprometidos en este acto fundamental de la historia humana.

Al hombre y a la mujer les asiste el derecho de vivir el sexo, que es una cualidad animal y biológica, ciega e instintiva. Tienen también la posibilidad de exaltar el sexo con la pasión, la estética y la sensibilidad. Pero quedarse en el erotismo puede ser egoísta y reductivo. Es necesario subir hasta el amor que transforma el sexo y el «eros» en una comunión perfecta y en un signo vivo del amor divino.

El sacramento del matrimonio no celebra el flechazo, ni el enamoramiento pasajero, ni el arreglo de conveniencia, ni un modo de instalarse cómodamente en la sociedad, se celebra el amor, el encuentro con el otro, el afecto sereno, la confianza y la confidencia sin reserva, la comunicación, la aceptación y el conocimiento real. Se celebra la instalación en el amor con futuro, capaz de recomponer cualquier fisura. Se celebra el amor con deseo de totalidad, de entrega sin límites. Quien más capacidad de amor posee, más capacidad de servicio desarrollará. La dimensión humana y cristiana del amor no se agota en la relación afectiva, sino que implica el servicio a los demás.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Génesis 2, 18-24 Sal 127, 1-2.3. 4-5. 6
Hebreos 2, 9-11 san Marcos 10, 2-16

 

de la Palabra a la Vida

Vivimos en un mundo cientifista que ante la primera lectura de hoy nos deja sin respuesta, entre niños o entre adultos. La costilla que emplea el autor del Génesis para explicar la relación existente entre el hombre y la mujer desde su origen no es una imagen simple e infantil de la que tengamos que pasar de largo, casi avergonzados por tanta sencillez. La costilla es una imagen preciosa de la complementariedad existente entre el hombre y la mujer. El hombre vivirá siempre referido a la mujer así como el hueco vive referido a esa costilla. De igual manera, la costilla encontrará su lugar perfecto, donde se completa de sentido, en el costado, igual que la mujer en el hombre. Esa perfecta complementariedad no es un apaño de la historia de la humanidad, ni una moda, ni una opción entre otras: es el plan de Dios que así nos ha creado, complementarios, llamados a mirar el uno al otro para encontrar un vínculo lleno de sentido y de sensibilidad.

Por eso es que Jesús puede remitir al principio, al plan divino, a lo que el hombre es, para responder a la pregunta malintencionada de los fariseos. Por muchas vueltas que dé el mundo, o por muchas vueltas que le den los hombres, el sentido de la relación del hombre y la mujer, el sentido del matrimonio, de la unión entre ambos, no ha cambiado.

La imagen de la costilla nos dice también: eso está así en el ser humano, tan interior, tan profundo, tan inalcanzable. Quien participa en esa unión entre varón y mujer, recibe la bendición de Dios, se inserta en el orden con el que todo ha sido creado. Por eso, además, el vínculo que se produce entre uno y otra es para toda la vida, permanece mientras ambos permanezcan vivos, pues esta unión es para esta vida, en la que se presenta como un sacramento que cesa cuando cesa el tiempo de los sacramentos, es decir, en la vida celeste.

La sacramentalidad de esta unión hace aún más necesario que el vínculo no se pueda romper por el solo deseo de uno de los cónyuges, pues en esa unión se manifiesta que Dios se ha unido para siempre al hombre, que ese vínculo no se rompe, que es tan fuerte como el vínculo sucedido en Jesucristo, Dios verdadero que se ha hecho hombre verdadero: dos naturalezas unidas e inseparables, como varón y mujer. Por eso estos se unen para siempre, porque en esa unión se puede reconocer la fidelidad de Dios con nosotros, pues no se separa de nosotros ni en la salud ni en la enfermedad, ni en la alegría ni en la tristeza, sino que permanece a nuestro lado todos los días de nuestra vida.

En sus celebraciones litúrgicas, en la misa de cada día, en cada sencilla oración de las horas, se manifiesta también esa unión de Dios con nosotros, recordamos y alabamos a Dios por su Alianza eterna. Eterna, significada desde el principio, desde que hay hombre y mujer, en la unión del hombre y de la mujer. Porque no es una unión sin más, tiene un sentido sacramental. Hay cosas que no cambian, que no está en la mano de los hombres cambiarlas, porque no afectan a los tiempos sino a las esencias, no hablan de lo que es pasajero, sino de lo que es uno mismo; como yo por nada puedo dejar de ser yo, tampoco el matrimonio por nada puede dejar de ser unión de hombre y mujer.

¿Descubro en ese vínculo la unión con Dios? ¿Vivo la celebración de la Iglesia como celebración de esa Alianza? Nuestra celebración es un signo humilde, como lo es la costilla, pero contiene una gran verdad: Dios se ha unido para siempre con nosotros.

 

al ritmo de la semana


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos (cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la liturgia se realiza la cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos. El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7).

La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la comunión de la asamblea con el Misterio de Cristo. «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y el servicio de la caridad.

(Catecismo de la Iglesia Católica, 1108-1109)

 

Para la Semana

Lunes 4:
San Francisco de Asís. Memoria.

Jon 1, 1-2, 1.11. Jonás se puso en marcha para huir lejos del Señor.

Salmo: Jon 2, 3-5. 8. Tú, Señor, me sacaste vivo de la fosa.

Lc 10, 25-37. ¿Quién es mi prójimo?
Martes 5:
Témporas de acción de gracias y de petición. Feria mayor.

Dt 8, 7-18. Dios te da la fuerza para adquirir esa riqueza.

Salmo: 1Cr 29, 10-12. Tú eres Señor del universo.

2Co 5, 17-21. Os pedimos que os reconciliéis con Dios.

Mt 7, 7-11. Todo el que pide recibe.
Miércoles 6:
De la XXVII semana del Tiempo Ordinario. Feria.

Jon 4, 1-11. Tú te compadeces del ricino, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad?

Sal 85. Tú, Señor, eres lento a la cólera y rico en piedad.

Lc 11, 1-4. Señor, enséñanos a orar.
Jueves 7:
Bienaventurada Virgen María del Rosario. Memoria.

Ml 3,13-20a. Mirad que llega el día, ardiente como un horno.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 11,5-13. Pedid y se os dará.
Viernes 8:
Jl 1, 13-15; 2, 1-2. El Día del Señor, día de oscuridad y negrura.

Sal 9. El Señor juzgará el orbe con justicia.

Lc 11, 15-26. Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado
a vosotros.
Sábado 9:
Jl 4, 12-21. Echad la hoz, pues la mies está madura.

Sal 96. Alegraos, justos, con el Señor.

Lc 11, 27-28. Bienaventurado el vientre que te llevó. Mejor, bienaventurados los que escuchan
la palabra de Dios.