“Esto dice el Señor del universo: «Vendrán igualmente pueblos y habitantes de grandes ciudades. E irán los habitantes de una y dirán a los de la otra: Subamos a aplacar al Señor»”. La lectura concluye indicando el lugar en que sucederá: Jerusalén, lugar por antonomasia del culto a Dios.

Jesucristo toma hoy la decisión de subir a Jerusalén. Lo indica san Lucas como de pasada, antes de narrar el episodio siguiente. Pero ese deseo del Mesías queriendo llegar a la ciudad de David, al monte Sión, encierra una revelación espectacular: Jesús va a convertirse en el nuevo templo de Jerusalén y, por lo tanto, el lugar al que pueda peregrinar toda la humanidad para dar culto a Dios: su cuerpo glorioso y resucitado será el nuevo templo de Jerusalén en que se cumple la profecía de la expiación verdadera que aplaca a Dios.

En realidad, lo único que aplaca a Dios es un acto de amor perfecto. Amor con amor se paga. Tratándose del amor de Dios, hablamos de un nivel de amor único en su especie. Y sólo Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, lo realiza entregando su vida en sacrificio por amor al Padre y por amor a la humanidad: son los dos amores por los que Jesús abraza su cruz hasta el final y bebe el cáliz del sufrimiento. De ahí que cada día en la Misa nos unamos a ese sacrificio expiatorio, el de Cristo, el único que realiza lo que un acto de expiación debe contener: el amor perfecto que otorga el perdón de los pecados.

De este modo, participando sacramentalmente en esa entrega de Cristo, podremos identificarnos con Él cada día más, llevando la cruz de la vida con el amor característico que requiere nuestro camino hacia Él.