Lo contrario a la fe no es el ateísmo, sino la idolatría. Porque siempre hay algún dios al que adorar, sea bípedo, cuadrúpedo, de color rojo, blanco o verde, con bigote o con calva… Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa.

Estas ideas, que tomo prestadas de Chesterton, nos sirven de telón de fondo para el evangelio de hoy en que Jesús lamenta la incredulidad de dos pueblos (llamarlas ciudades se antoja hipérbole): “¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Pues si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en la ceniza”.

Los signos y milagros requieren interpretación, pero cuando es el propio Mesías quien los hace y los explica, el delito de la incredulidad aumenta exponencialmente. Si no cambian, si no siguen la voz de la Verdad, es porque es más fácil vivir de la idolatría en las seguridades humanas y de los planteamientos a ras de suelo. Todo ello es paja que se lleva el viento, construcciones humanas que no soportan el paso del tiempo. Pero mientras se viva con una apariencia de seguridad en esas insustanciales creencias, ¿porqué cambiarlas? Luego viene tío Paco con las rebajas y se derrumba la vida, claro.

Mirando de tejas para adentro, quizá una idolatría en que podemos caer con facilidad es la comodidad. Al final, en una cultura que identifica felicidad con bienestar material y lo repite como mantra hasta en la factura de la luz, es posible que nos aburguesemos y caigamos en esa idolatría velada de entregar la vida al Señor las horas impares de los días pares de las semanas impares…

Santa Teresita de Lisieux, Doctora de la Iglesia, descubrió el modo seguro de no caer en ello: encontró el amor de Dios y, apoyándose en él siempre, mantener viva la llama de la vocación y de la entrega.