En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra.
Y Marta, se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano».
Pero el Señor le contestó: «Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; sólo una es necesaria. María ha escogido la parte mejor y no se la quitarán» (Lucas 10,38-42)

En el Evangelio de San Lucas encontramos una de las escenas que simboliza la acogida en la casa de los hombres del Dios mismo que viene a compartir nuestra mesa humilde y a enseñarnos el misterio de la vida. Marta y María reciben a Jesús en su casa, y mientras Marta inquieta se ocupa de la hospitalidad al visitante, María elige en la quietud escucharle y contemplarle.

La escena, situada en la casa de Marta y María, nos enseñan algo muy importante: Que es Dios quien se hace uno con nosotros, entra en nuestra vida, en nuestra casa, se sienta a nuestra mesa. Y lo hace sin hacer ruido, y nosotros podemos ni darnos cuenta. Que si estamos afanados por las preocupaciones de la vida nos perdemos el misterio de la vida. Qué el invitado es él, es Cristo. Y quedarse a su lado es lo más inteligente. Marta y María se convierten así en dos estilos de vida:

La actitud de María representa esta inteligencia: “No os afanéis por vuestra vida, por lo que comeréis o beberéis, ni siquiera por vuestro cuerpo, por como os vestiréis (…) Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura”.

La actitud de Marta nos lleva a un interrogante: ¿es necesario correr tanto, hacer, trabajar, ocuparse, afanarse? Porque lo verdaderamente importante en la vida viene inesperadamente. Llega a casa y dices: “¡Es la providencia!”.