Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.»
Él les dijo: «Cuando oréis decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación» (Lucas 11,1-4)

Sabemos que el Padrenuestro es el “resumen de todo el Evangelio” (Tertuliano) y que, con ella, Jesús no solo nos enseñó a orar y a saber qué pedir cuando nos dirigimos al Dios, sino también nos ofreció una síntesis de todo aquello que vivió y nos enseñó.

Al venir directamente del Señor, tal y como los evangelistas Mateo y Lucas nos lo transmitieron, la Iglesia ha conservado y meditado muy especialmente estas palabras; y, al entregárselas a los hijos que están siendo iniciados en la fe, les quiere hacer partícipes de esa experiencia fundante y fundamental para los cristianos: haber conocido y confiado que Dios realmente es Padre y que tiene un designio de amor para con todos nosotros, sus hijos, y que nos cuida y provee cuanto necesitamos para la vida presente y también para alcanzar la vida futura: el Reino de los cielos.

Orando fielmente según Jesús nos enseñó, nos podemos atrever a orar con confianza al que es Padre de todos y que quiere que vivamos como hermanos. Por tanto, hemos de ser consecuentes en nuestra vida con aquello que pedimos en la oración y con el modo mismo como nos dirigimos al Padre que está en los cielos.

Oramos con la confianza de saber que Dios nos escucha, al igual que el Padre siempre escuchó la oración de su Hijo Jesucristo y, por eso, lo resucitó de entre los muertos, como resucitará nuestros cuerpos mortales.

Si esta forma de orar sostuvo a Jesús a lo largo de sus años de ministerio en esta tierra, también nos tiene que sostener a nosotros de día en día hasta que Él vuelva glorioso al final de los tiempos.