En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos: «Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: «Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.» Y, desde dentro, el otro le responde: «No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos.» Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.

Pues así os digo a vosotros: Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla, y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lucas 11,5-13)

Lo reconozcamos o no, sólo el cínico no anhela algo más grande en la vida. E incluso él lo anhela, aunque se empeñe en engañarse a si mismo. “Buscad y encontraréis” (Mt 7,7). No anhelamos y buscamos algo, siempre anhelamos y buscamos a alguien. Cuando encontramos a la persona o las personas en quien confiarnos completamente, acariciamos la felicidad. Pero aún así buscamos y anhelamos a alguien más grande que asegure incluso la autenticidad del amor o de la amistad encontrado en los demás. Entonces aparecen a lo largo de nuestra vida tres tipos de personas que nos prometen ese plus que parecería responder a nuestro anhelo de plenitud:

Encontramos triunfadores. Creemos que lo tiene todo. Frente a los perdedores resaltan los ganadores: ganadores de méritos, de ganancias materiales, o de fama y prestigio. Queremos ser como ellos. Pero ellos mismos nos dicen, aun cuando sea lo último que quisieran decirnos, que todo es “vanidad de vanidades”.

Encontramos embaucadores. Están vacíos, pero nos engañan diciéndonos que han encontrado la caja de pandora, fruto de su imaginación. Son magos sin escenario ni chistera. Sólo tienen buena labia y prometen muchas cosas. Pero en realidad no dan nada, mientras piden todo. Necesitan seguidores a quienes robarles no sólo el bolsillo sino también el alma.

Encontramos demagogos. Los hay por doquier. Políticos que quieren ser caudillos. Incapaces de dirigir su propia vida se empeñan en liderar la de los demás. Saben poner nombre al disgusto de las multitudes y les enseñan un enemigo a quien culpar de todos sus males. Así se presentan con engaños populistas como los salvadores de viejas naciones o inventores de nuevas.

Todos deberíamos preguntarnos si buscamos o no a Alguien que responda a todos nuestros anhelos, pero antes debemos desenmascarar a los triunfadores, a los embaucadores y a los demagogos mesiánicos. Sólo hay un Mesías, que comparte nuestra condición humana, pero que es Dios. Sólo él puede respondernos a la pregunta del Bautista con la respuesta de Isaías: “los ciegos ven, los inválidos andan, los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio”.