En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» 

Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.»

Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.»

Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego síguerne»

A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!»

Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.»

Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?»

Jesús se les quedó mirando. y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»

Pedro se puso a decirle: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.»

Jesús dijo: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna.» (Marcos (10,17-30)

Las palabras de Jesús siguen suscitando en nosotros las mismas preguntas que suscitaría en los apóstoles:

¿De verdad es tan difícil que un rico entre en el Reino de los Cielos?

Lo que le pide al joven rico, ¿se lo pide sólo a él y a unos pocos con vocación (por ejemplo, contemplativos o misioneros), o se lo pide a todos?

En todo caso, Jesús no nos pide que seamos pobres solo materialmente, sino también, como rezan las bienaventuranzas, “pobres de espíritu”. Algunos dicen que sólo nos pide que seamos “pobres de espíritu”, como si fuese fácil ser pobre de espíritu y rico en cosas, beneficios, y honores fácilmente.

Vayamos por partes:

Jesús no se refiere sólo a unos pocos, aunque sólo a unos pocos si sea la llamada a dejar casa, hermanos o hermanas, madre o padre, hijos y tierras por él y por el Evangelio. Jesús se refiere a todos, porque quiere que todos gozamos de la libertad verdadera y de la auténtica alegría.

Donde Jesús establece la diferencia de nivel está entre el cumplimiento de los mandamientos y su seguimiento. Con el cumplimiento de los mandamientos podríamos llegar a merecer el premio eterno, pero con el seguimiento de Cristo recibimos seguro además el premio ya en esta vida, el ciento por uno, y eso no es un bien reservado para unos pocos.

Todos estamos llamados a “posponer” toda riqueza ante el tesoro escondido que es Dios mismo. Y posponer no es sólo no dejarse encadenar por las riquezas terrenales, sino que de algún modo todos estamos llamados a ponerlas real y físicamente en un segundo lugar, como nos explica en la Parábola del que vende todo para comprar el campo donde encontrar el tesoro escondido. Posponer significa alcanzar la libertad, que es en lo que consiste la verdadera pobreza, de espíritu y también de posesiones y apegos.

Muchos dicen que si todos vendiesen sus bienes no habría con que atender a los pobres. Claro que, aunque aún así habría pobreza (mucho menos, pero habría pobreza), también es verdad que cuando seguro crece la pobreza es cuando crece la avaricia y la indiferencia (las crisis económicas nacen de excesos de avaricia), y disminuye la cultura del encuentro, la solidaridad, la generosidad.

No pocos recurren a un gran padre de la Iglesia, del siglo III, San Clemente de Alejandría. Leo literalmente el párrafo clave de su famosa homilía: “Es verdad que quien posee algo (…) ese no es esclavo de lo que posee, ni lleva esas posesiones siempre en su alma, ni en ellas se organiza y circunscribe su propia vida, y si debe privarse de esas posesiones, es capaz de soportar con el mismo ánimo sereno su privación, lo mismo que antes gozó de su abundancia”.

Es evidente que no siempre es así. Por eso Clemente de Alejandría añadía: “Pero el que lleva en el alma la riqueza, y en vez del Espíritu de Dios lleva en el corazón oro o un campo, y hace siempre desproporcionada la riqueza, y en cada momento mira a tener más, inclinando hacia lo de abajo y atado a los lazos del mundo, siendo tierra y destinado a volver a la tierra, ¿cómo es posible que ese hombre desee y se preocupe del Reino de los Cielos?”

¿Y dónde está el límite entre la riqueza a tener aún en el desapego, y la riqueza a la que es imposible no estar apegado? El Papa Francisco dice que hay tres pobrezas: la de la miseria, la del alma, y la del cristiano. Dios no quiere ni la primera ni la segunda, pero desea que todos alcancemos la tercera. Cada uno habrá de buscarla y de encontrarla. Pero si que hay un límite, el que ya pusieron los padres de la Iglesia contemporáneos a San Clemente de Alejandría, y que San Juan Pablo II llamaba la “Hipoteca de Dios”: no es mío lo que me sobra y en cambio a otro le es necesario para poder vivir.

Por eso, con San Francisco de Asís, todos estamos llamados a exclamar: ¡Oh, Pobreza! ¡Bendita seas, Hermana Pobreza!