Jesús dice: “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!” Son unas palabras fuertes del Señor, en las que está implicado todo su corazón. Desea que la tierra arda con el fuego que Él ha venido a traer. El fuego indica una cierta violencia. Quema las cosas, arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Si alcanza altas temperaturas nada se le resiste. El fuego es destructor.

Pero el fuego también aparece utilizado en la Sagrada Escritura como signo de purificación. San Pedro se referirá a él para decir que hemos sido depurados de nuestra inmundicia, como el oro. Por el fuego se separa la ganga del mineral. Así se hace en los altos hornos, y es una imagen muy antigua para designar que Dios quiere quitar del mundo todo lo que lo afea: el pecado.

Pero la clave para entender el fuego que trae el Señor nos la dan las palabras que dice a continuación: “Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!”. Ese bautismo se refiere a su pasión y muerte en cruz.

Cristo podía incendiar el mundo ahorrándose la pasión y el Calvario. Sin embargo, va a hacer que todo arda, no con un fuego destructor sino con las llamas de su amor. Su sacrificio es el que va a encender el mundo. Entre las letanías dedicadas al Sagrado Corazón hay una en la que lo invocamos como “horno ardiente de caridad”. De su corazón traspasado van a salir las llamas que encenderán después los corazones de los fieles con el fuego del Espíritu Santo. También a Él nos referimos en ocasiones bajo la figura de fuego (lenguas de fuego bajaron sobre los apóstoles en el día de Pentecostés).

La imagen del fuego y las palabras que Cristo pronuncia a continuación indican la profundidad de la sanación que va a producirse. La paz que trae Cristo no es la del mundo, es una paz que pasa por la acción purificadora del fuego del Espíritu Santo: es la verdadera paz. No admite componendas de ninguna clase. No puede estar amalgamada con la injusticia ni con la deshonestidad. Es una paz que conlleva la absoluta división entre el bien y el mal. Recuerdan estas palabras aquella división que estableció Dios tras el pecado de Adán (“pongo enemistad entre ti y la mujer…”). Porque ha de haber una clara diferencia entre lo que es de Dios y lo que va contra Él.

Por eso el cristiano continuamente es introducido en el fuego del Señor para una purificación más grande. Es un fuego que nos introduce en el amor de Dios y, al acogerlo, nos va disponiendo par ser más suyos.

Pidámosle a la Virgen María que nos ayude a querer ser cada día más fieles a su Hijo y a apartarnos de todo lo que nos impida cumplir su voluntad. Que el fuego del Señor arda dentro de nosotros, consuma cuanto hay de pecado en nuestros corazones, y nos impulse a vivir con un amor renovado.