Mucha gente se pregunta ante un mal o una desgracia: “¿dónde está Dios?”. Parece como si el mal fuera una auténtica dificultad para creer en la bondad divina. El evangelio de hoy nos ilustra sobre este misterio. Antes, sin embargo, conviene recordar lo que enseña el Catecismo: “Toda la revelación es una respuesta al misterio del mal”. Podemos añadir, el misterio del mal sólo se ilumina si se mira desde el amor de Dios. Sólo su bondad nos puede hacer percibir alguna parte, algún sentido, por pequeño que sea, de los males que afligen al hombre. En este sentido, decía San Agustín, “Dios no permitiría el mal si no fuera para sacar de él bienes mayores”.

Jesús, en el Evangelio, nos dice que las desgracias humanas no van unidas a los pecados personales. Al señalar que los que murieron aplastados por la torre de Siloé, o los que fueron asesinados por Pilato, no eran más culpables que quienes le oían, separaba el mal físico, de este mundo, de los pecados personales. Es el tema del sufrimiento del justo, del que trata el libro de Job.

Pero, además, Jesús añade: “si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Es decir, ante la realidad del mal, que recordemos nunca es querido por Dios por sí mismo ni tiene en él su causa, hemos de elevar la mirada y preguntarnos por el sentido de nuestra vida. Ciertamente hemos de dolernos por cualquier persona que sufre una desgracia y, en la medida de nuestras posibilidades socorrerla. Al mismo tiempo todo ello nos lleva a plantearnos cuál es el significado de nuestra vida y cómo hemos de enfocarla para realizarla dignamente. Por las palabras del evangelio vemos que no se trata simplemente de evitar el sufrimiento presente, sino de vivir de cara a Dios. De ahí la llamada que Jesús hace a la conversión. Dicha conversión, como descubrimos en el testimonio de tantos santos, se concreta también en ayuda eficaz hacia los que pasan por momentos de dificultad.

Si a alguien le duelen nuestros males, ese es Dios. No debemos olvidarlo nunca. Sus entrañas se conmueven cuando muere un inocente, cuando es humillado un justo, cuando vamos a la guerra, cuando un pobre es despreciado y cuando, cualquiera de nosotros, aún en la cosa más pequeña e insignificante, falta a la verdad y a la justicia. Dios no es impasible a nuestro mal. Sufre en nosotros porque nos ama.

La parte final del Evangelio nos llama a la esperanza. Si es verdad que nosotros podemos compararnos a esa higuera que no da fruto, no es menos cierto que el Señor tiene paciencia con nosotros. Y aún con mayor entusiasmo lo señala san Pablo al indicar que Dios ya ha derramado su gracia sobre nosotros y nos ha otorgado sus dones. Estos son diferentes para cada uno, pero todos contribuyen al bien de la Iglesia. Es en la alegría de sabernos amados por Dios que hemos de vivir. Aferrándonos a sus dones nos es más fácil abandonar lo que nos esclaviza y apartarnos de todo lo pecaminoso. Precisamente es la alegría por experimentar su amor la que nos lleva a ser magnánimos y a querer aumentar nuestras buenas obras.