Martes 26-10-2021, XXX del Tiempo Ordinario (Lc 13,18-21)

«Es semejante a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto». ¡Qué encanto debieron de tener las parábolas de Jesús pronunciadas a la sombra de los árboles, bajo el azul del cielo, rodeados de pájaros y cultivos! En medio del campo esas palabras cobraban vida, con el rumor del viento y el calor del sol. Merece la pena meterse en la escena, sentir la brisa suave, escuchar el trinar de los pajarillos, tocar los arbustos y oler las fragancias de la abundante vegetación. Allí, en plena naturaleza, Jesús compara el reino de Dios a una semilla que un hombre siembra en su huerto. El divino sembrador ha sembrado su semilla en nuestro corazón. San Pablo llama a los cristianos “campo de Dios”; es verdad, nosotros somos un huerto de Dios, que Él siembra con la semilla de su Palabra, riega con la abundancia de su gracia y cuida con su amorosa providencia. Ciertamente, cada uno de nosotros somos una obra maestra de Dios, como aquellos jardines dignos de reyes que rodean los grandes palacios. El Señor ha querido hacer de nuestro corazón un jardín, un huerto en el que poder pasear, como aquel Jardín espléndido por donde paseaba con Adán a la hora de la brisa vespertina en el albor de la humanidad.

«Creció, se hizo un árbol». Una vez plantada y rodeada de los más exquisitos cuidados, la semilla siempre crece. Pero no podemos olvidar que primero crece en lo oculto, bajo tierra, sin ser vista. Y, como todo lo que está vivo, crece muy despacio. Es inútil intentar acelerar el proceso echando más agua, forzando la semilla o estirando el tallo… así sólo conseguiríamos ahogarla o arrancarla. La semilla tiene sus tiempos. Tiene que echar raíces. Porque sólo si sus raíces son profundas y fuertes puede alzarse, desafiando a la lluvia y al viento. Y cuanto más alto sea el árbol, más hondo debe arraigarse en el corazón de la tierra. No debemos olvidar que lo primero que hace la semilla es cavar y ahondar para echar raíces. Pero está claro que la emoción del instante, el cambio permanente o los sentimientos pasajeros no son esas raíces que permiten sostener nuestra vida. Sólo si estamos firmemente arraigados en el Amor de Dios, en la obediencia a su Palabra, en unas virtudes humanas sólidas, en unas convicciones profundas, podremos mantenernos en pie cuando llegue la dificultad.

«Y los pájaros del cielo anidaron en sus ramas». Es verdad, un árbol fuerte y robusto que ha crecido no sólo sirve para hacer más bonito el paisaje. Un árbol sano da frutos sanos, que alimentan a muchos. Además, permite a los pájaros anidar en sus ramas, y descansar allí de sus fatigas. Y los hombres y los animales pueden hallar sombra y cobijo bajo sus hojas. ¡Cuánto vale un buen árbol! Y cuánto puede valer nuestra vida si somos fieles al Señor. Evidentemente, daremos gloria a Dios embelleciendo su precioso y divino Jardín. Pero también, con nuestro ejemplo y nuestra palabra, ofreceremos alimento, cobijo, sombra y descanso a tantos. ¡Qué maravilla, Señor, ser un árbol de tu jardín!