Sábado 30-10-2021, XXX del Tiempo Ordinario (Lc 14,1.7-11)

«Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola: “Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal”». Hay cosas que son antiguas como el mundo, y una de ellas es la vanidad. Todos queremos que nos miren, que nos valoren, que nos tengan en cuenta, que hablen de nosotros. Han sido innumerables los conflictos que se han provocado por pura vanidad, porque alguien no ha sido reconocido en su valía o no se le ha guardado un puesto acorde a su dignidad. Basta con pensar en el estricto protocolo que hay que guardar en las mesas de una boda o de una recepción oficial para que nadie se sienta ofendido. Todos estamos, en mayor o menor medida, afectados por este pecado, porque a todos nos influye la opinión que los demás tienen de nosotros. Cuando Jesús se fija en la escena y pone este ejemplo, cada uno de nosotros nos vemos reflejados, porque él conoce los oscuros recovecos de nuestro corazón, donde anida, entre otros, el pecado de la vanidad.

«Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto». Para desenmascarar el pecado de la vanidad basta con acudir al diccionario. La palabra vanidad viene de vano, que significa “falto de realidad, sustancia o entidad”. Vano es sinónimo de vacío; y por tanto vanidad es sinónimo de vaciedad. ¿En qué consiste, pues, la vanidad? En dar importancia a lo que es vacío, pasajero, hueco, falso. Es quedarse en la fachada, en la cáscara, en las máscaras y apariencias. La vanidad es como el humo; cuando nos llenamos de él parecemos muy grandes e importantes, pero cuando el humo se disipa nos quedamos en nada. Nos habíamos sentado en el primer puesto, pero en realidad nos merecíamos el último. Debemos pedir constantemente al Señor que no nos dejemos engañar por las apariencias vacías y huecas, por las opiniones ajenas, por el humo que viene y se va.

«Para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”». Evidentemente, es imposible construir sobre humo. ¿Sobre qué, entonces, podemos edificar nuestra vida? Sólo poniendo sólidos cimientos puede asentarse firmemente el edificio. La única realidad que no pasa, que siempre permanece, es Dios. Como dice el famoso poema de santa Teresa: “Todo se pasa; Dios no se muda”. Construir sobre Dios significa construir sobre bases sólidas que nos permiten crecer siempre en nuestra santidad. En vez de guiarnos por la opinión de los demás, dejémonos conducir por la mano de Dios. Los juicios de los hombres pasan; un día estamos en el primer puesto y al día siguiente nos arrojan al último lugar… Sólo la mirada de Dios nos hace ver lo que valemos de verdad. Y es él quien nos dice: “Amigo, sube más arriba”, hasta el Cielo, hasta el lugar que yo he preparado para ti. No te conformes con menos.