Domingo 31-10-2021, XXXI del Tiempo Ordinario (Mc 12,28-34)

«Un escriba le preguntó: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”». El filósofo Aristóteles comenzaba su libro sobre Ética, escrito hace veinticuatro siglos, diciendo que todos los hombres al actuar buscan la felicidad. Y, ciertamente, ese bien absoluto que llamamos felicidad es lo que todos los seres humanos –ya sean grandes pensadores u hombres sencillos– buscamos con todas las decisiones que tomamos a lo largo de nuestra vida. Todos deseamos la felicidad, en eso estamos de acuerdo. Pero ¿en qué consiste la felicidad y cómo puedo alcanzarla? Aquí las respuestas se dividen en infinidad de opiniones, escuelas, reflexiones… Todos queremos ser felices, pero no sabemos bien cómo. Por eso la pregunta que aquel escriba lanzó a Jesús es tan crucial. La pregunta sobre el principal mandamiento es, en el fondo, la cuestión sobre la dirección que debo tomar en mi vida para ser feliz. Es decir, “¿qué mandamiento es el primero de todos?” significa preguntar “¿qué tengo que hacer para ser feliz?” Por eso, podemos considerar que en la respuesta de Jesús se condensa el corazón del Evangelio.

«Respondió Jesús: “El primero es: Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor”». Entonces, ¿cuál es el primer mandamiento? Normalmente todos nos hemos aprendido la segunda parte –“Amarás al Señor…”–, pero Jesús nos enseña que hay una disposición primera y previa: “Escucha, Israel”. Sólo si nos ponemos a la escucha, abriendo nuestros oídos a algo que viene de fuera de nosotros mismos y que nos supera totalmente, estaremos en disposición de acoger la enseñanza de Jesús. Primero hay que escuchar, aceptando que nosotros no tenemos la respuesta a nuestra pregunta. Escuchar implica una actitud de humildad y aceptación, de salir de nosotros mismos, de acogida obediente de la palabra del otro. Si el primer paso para encontrar el camino de la felicidad es escuchar, el segundo paso es reconocer quién me habla: “el Señor, nuestro Dios, es el único Señor”. Esta afirmación es esencial, porque significa que no hay otros dioses ni otros señores que nos digan dónde está la felicidad. Todo lo contrario, si entregamos nuestro corazón al poder, al sexo, al dinero… y los convertimos en nuestros dioses, acabaremos esclavos de ellos. Son ídolos falsos que tiranizan a los que los siguen y confían en ellos. Sólo hay un único Dios que libera al hombre, que le guía por la senda del bien, que le enseña el camino de la felicidad. Sólo hay un Señor que es capaz de hacernos felices.

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». La felicidad, pues, tiene que ver con el amor, nos enseña Jesús. En concreto, con un cierto orden del corazón. Fíjate que el Maestro habla de tres amores: el amor a Dios; el amor al prójimo; y el amor a uno mismo. Y, en este caso, el orden de los factores sí que altera el producto. Entonces, el camino de la felicidad supone ser capaces de ordenar nuestros afectos según el verdadero orden de prioridades. Si Dios no es lo primero, todo lo demás pierde su riqueza y valor. Si me pongo a mí mismo en el centro, entonces no quedará hueco para nadie más. Hay una profunda sabiduría encerrada en estas palabras de Cristo. En ellas encontramos, nada menos, que el secreto de la felicidad.