Hoy, en la primera lectura me sorprendía la expresión de San Pablo: «a nadie debáis nada, más que amor». Supongo que como a ustedes, no me parece una conducta saludable para el cuerpo, ni para el alma endeudarse, ni económicamente, ni vitalmente, las deudas vitales, los favores se convierten siempre en pesadas cargas. De hecho, me vienen a la memoria muchas invitaciones, algunas comidas que me han salido bien caras.

Sin embargo si pienso en mis deudas de amor, es decir, en aquel puñado de personas a las que les debo tanto por sus refuerzos positivos, por su cariño, por su entrega… ciertamente a lo largo de mi vid he contraído algunas deudas que no sé si podré pagar, pienso especialmente en aquellos a los que no puedo pagar porque ya entregaron la  vida, o aquellos a los que he perdido la pista, pienso incluso rezo por aquellos con los que mi deuda es silenciosa, los que no se imagina el bien que me hicieron con aquel comentario, con aquel gesto, aquella palabra… ciertamente en el tema del amor estoy tan endeudado como los países en vías de desarrollo.

Ahora bien, soy consciente, que al que más le debo a Jesús, no sólo por el misterio de la redención, sino porque mi historia, es gracias a su presencia en mi vida historia de salvación… puedo leer, si pongo atención, como en los recovecos de mi biografía, el Señor, ha ido cambiándolo todo, en cuanto le he dejado un resquicio, puedo escuchar el susurro amigo en el momento del llanto, o aliento en la subida del monte, puedo verle, entenderle escondido entre los pliegues de mis vivencias, puedo entender que, efectivamente, la mayor deuda de amor, la tengo con Él.

Así que solo me queda mirarle a los ojos, mirar mi cruz, el peso de mi realidad, de mi pecado, de mis intrépidos extravíos… cargarla a los hombros y sumarle al desafío de pagar la deuda de amor que no elegí, pero que da sentido a mis amaneceres.