Es maravilloso contemplar cómo el Señor es tan misericordioso y se conmueve en lo más profundo de su ser cada vez que alguien necesitado -y con el corazón abierto a la fe en Él- se dirige hacia Él. El Evangelio de hoy es una muestra de ello.
Quizás nos hayamos acostumbrado a ello, pero el hecho de que Dios tenga entrañas, que sienta como hombre, es increíble. Dios nos ha amado tanto que se ha hecho uno en todo con nosotros, excepto por el pecado. Acostumbrados a ello o no, es algo que debemos valorar, puesto que si el cristiano tiene algo claro es que es un pecador necesitado del brazo extendido o de la palabra del Señor que nos sana. Necesitamos la misericordia de Dios, necesitamos algo que no merecemos. ¿No es paradójico?
Pero el Señor no se deja ganar en generosidad y siempre está atento a las necesidades de sus hijos. El problema es que nos falta ese corazón abierto que tiene el ciego. Sea porque tenía perdida toda esperanza de recobrar la vista, sea porque estaba amargado por su discapacidad, se entrega al Señor que pasa y no duda en gritar lo más fuerte de que es capaz para que Jesús atendiera su súplica.
¿Es así nuestra oración? ¿Gritamos, en el buen sentido de la palabra, al Señor? ¿Tenemos esa conciencia que tiene el ciego de que sólo Jesucristo puede colmar lo que nada ni nadie puede llenar?
Repasa tu vida y saborea esos momentos en los que, como el ciego, parecía que las cosas no iban; esos momentos en que habías perdido gran parte de la esperanza. Es algo muy saludable, pues en el mantenerte de pie en la debilidad y en la salida de la tribulación encontrarás esa palabra del Señor que te abrió el corazón para que pudieras recobrar la vista y la felicidad.
¿Qué haríamos si el Señor no nos escuchara? ¡Sería desesperante! Pero Él ha querido poner un hilo directo con cada uno de nosotros en nuestra conciencia para escucharnos permanentemente y que podamos orar en todo momento, es decir, comunicarnos con Él en cada momento, como Jesús nos pide en el Evangelio.
En fin, saborea este pasaje tan positivo, tan lleno de vida, busca las analogías en tu vida y abre el corazón a las grandezas del Señor. Da las gracias, incluso, por el mismo hecho de ponerte a rezar. ¡Por todo!