Meditando sobre el Evangelio de hoy nos puede venir al corazón una obviedad de esas de las que tantas veces intentamos escapar absurdamente: ¡es imposible escapar del Rey! Dicho de otro modo: no hay nada oculto que no llegue a saberse. Y es que Dios lo sondea todo, incluso lo más profundo del corazón del hombre.

En la parábola que narra Jesús hay una serie de enemigos del rey que no aceptan su soberanía, pero, al final, acaban sucumbiendo. Y así somos los hombres ante Dios: aunque nos rebelemos, aunque nos revolvamos contra Él, al final, nadie podrá dejar de comparecer ante su eterna justicia.

Esto, que pudiera parecer algo que nos tiene que llenar de un insano temor, sin embargo, ha de ser nuestro mayor aliado en el día en que nos presentemos ante el Padre. Por cierto, ahora que estamos al final del tiempo ordinario, es bueno pararse a pensar en los novísimos (Juicio, Purgatorio, Cielo e Infierno). Pero sigamos con el juicio, momento en que todo saldrá a la luz.

Decíamos que será un momento bonito porque se pondrá de manifiesto que todas esas personas que luchan de verdad por ser santos, aunque a veces pequen, lo hacen por debilidad y no por maldad. Como ya dijo el concilio de Trento, salvo la recepción de un especialísimo don como el recibido por la Virgen María, a nosotros nos es imposible evitar el pecado venial. Pero lo que está claro es que podemos luchar a muerte contra Él. Ojalá que en el día del juicio se nos reconozca que no pecamos tanto por maldad como por la debilidad de nuestra condición humana. Que se ponga de manifiesto nuestra aversión al pecado, que siempre ha de ir precedida por el amor a Dios.

Esa lucha porque el Rey sea el rey con todas las de la ley es lo que nos va a impulsar a ser santos, que es de lo que se trata. Por eso hoy le pedimos al Señor que nos conceda, como diría la santa de Ávila, una «determinada determinación» para hacer realidad el primer mandamiento: que amemos al Rey, al Señor, con todo nuestro corazón, alma y mente. ¡Con todo nuestro ser!
No es fácil, porque nos supone salir de la cárcel en la que nos mete el mayor tirano con el que solemos tener que lidiar a diario: el ego. Pero se le puede ganar mucho terreno cuando uno vive, como en la parábola, de aquello que el rey le entrega y no de otras cosas que, en verdad, no sirven para nada. Pongamos el corazón en el Señor de los talentos, el Señor de las onzas, que nos han sido regalados para santificarnos.

Piensa en tus dones, con humilde realismo, y ponlos en presencia de Dios para que rindan y, así, le puedas dar la gloria que Él ha previsto cuando te los regaló. Custódialos, decídete a que sean instrumento de santidad y lucha, lucha a muerte por esta empresa tan bonita, que es la de Dios. Si lo haces, el amor habrá expulsado al temor y el día del juicio será leve, será una antesala del Cielo.