¡Qué pasaje tan dramático el del Evangelio de hoy! Cualquiera que ame al Señor se estremece viéndole llorar por la dureza de corazón de la Ciudad Santa, templo del Dios vivo, pueblo elegido por Él. Jesús llora porque el Mesías no ha sido reconocido pese a las señales mostradas: milagros, curaciones, palabras prodigiosas, etc.

Lo fácil hoy sería hacer una analogía con la Jerusalén de la época y nuestro Madrid (o, prácticamente, el lugar que escojamos). Ver que las cosas no es que estén precisamente bien, ser conscientes de que, ya no es que no se reconozca al Mesías, sino que, como sociedad, hemos pasado, en términos generales, de la creencia a la increencia, al pasotismo. Y esto, es cierto, hará llorar a Jesús en el Cielo. Y también a los santos y a nuestros mayores, que nos intentaron legar la fe. Todo esto es cierto, pero no lo es menos que nosotros mismos hemos hecho llorar al Señor más de una y de dos veces. Y eso, para un corazón amante, es sinónimo de necesidad de reparación. Y eso es lo que vamos a proponernos hoy: un acto de reparación. O, lo que es lo mismo, un acto de amor y de consuelo para Jesús.

¿Qué puedes hacer para reparar esta increencia que todos llevamos dentro, en mayor o menor medida? Igual puedes pensar que no tienes increencia, pero, a poco que peques -y aquí pecamos todos-, ya has mirado a otros lado en un momento en que la fe te exigía otra cosa. Es una forma de increencia en tanto que la fe, sin las obras, no se termina de entender. Repetimos: ¿Cómo podemos consolar al Señor hoy de manera excepcional? ¡Un detalle de enamorado! Puede ser un ratito más de oración, puede ser un detalle con esa persona que nos cuesta un poquito más; puede ser una renuncia explícita al pecado y a las insinuaciones de Satanás; puede ser una confesión bien hecha -e incluso una general, de toda la vida-, en la que pidamos al Señor, una vez más, un sano perdón por las veces que le hemos hecho llorar; puede ser hablar de Jesús a alguien en tu ambiente. No sé, cada cual tiene en su vida un aspecto en el que poder consolar al Señor. ¡Pero hagámoslo!

Los detalles alimentan el amor, y cuando el amor no es fortalecido, puede pasarnos como a Jerusalén, que acabemos derrotados, destrozados por el Enemigo. Cuidemos el amor ahora y siempre, que no se nos pueda decir aquel lamento atribuido a San Francisco que la tradición franciscana nos ha legado: «El Amor no es amado». Hoy, nosotros, de un modo nuevo, queremos decir bien alto en nuestro corazón: «El Amor es amado».