Tras el dramático episodio de ayer, Jesús llega a su casa, al Templo de Jerusalén, lugar donde, como Dios, había habitado durante cientos de años, y no puede evitar poner orden. Ese orden que, como Dios que es, tiene que poner. Porque nunca podemos olvidar que esta acción la acomete por ser Él quien es.

Este mismo lamento, como fiel y como sacerdote, lo he escuchado muchas veces también, sobre todo cuando se habla de algunos de los grandes santuarios de la cristiandad: que si Lourdes o Fátima están lleno de tiendas, que si la catedral de Santiago ahora es más un museo que una casa de oración, que si hay que pagar por visitar determinadas catedrales. Y así podríamos seguir. Pero, aunque algo de esto pueda ser cierto (quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra), lo que tenemos que hacer nosotros es cuestionarnos por cómo vivimos en el templo, y el templo en un doble sentido. Me explico:

El primer significado es evidente: nuestro comportamiento en el interior de los templos, lugares donde, en el Sagrario, habita el mismo Dios, igual que sucedía en Jerusalén. Desde el silencio interior con que accedemos a ellos (¡móviles silenciados y sin mirar desde unos minutos antes de entrar al templo!), hasta lo exterior: la genuflexión al Señor al entrar, el caminar sereno, la vestimenta apropiada y digna de cuando se va a visitar la casa del Rey de Reyes, santiguarse con paz y sin prisas, la postura… todo esto es importante, porque no estamos en cualquier lugar.

El segundo significado nos lo de San Pablo al recordarnos que nuestro cuerpo es templo del Espíritu y, por tanto, templo de Dios. ¿Cómo tratamos nuestro cuerpo y al Espíritu que habita en él? Ya no sólo en lo referente a los pecados sexuales, que también, sino la limpieza del alma en la que habita el Señor. ¿Limpiamos la casa con la confesión frecuente o no?, ¿Dejamos polvo acumulado por mucho tiempo? ¡Esto tampoco puede ser! Hemos de cuidar el habitáculo, el templo, donde el Espíritu habita en nosotros. Es un detalle de amor por el Señor. Además, es mucho mejor que seamos nosotros quienes limpiemos nuestro interior que esperar a las purificaciones externas. Dicho de otro modo, parafraseando la Escritura: mejor hablar nosotros a que, en su momento, clamen las piedras.

Cuidemos la presencia de Dios en nosotros, aún sabiendo que somos personas que llevamos el tesoro del Espíritu en vasijas de barro. Pero, precisamente por eso, por nuestra debilidad, hemos de estar siempre alerta.