Este pasaje del Evangelio siempre me ha resultado gracioso, porque demuestra que Jesús era listo como Él solo. Igual que cuando deja sin respuesta a quienes querían ponerle a prueba con los tributos al César. Aquí, Jesús aprovecha para reafirmar la doctrina y poner de manifiesto las diferencias existentes entre los diferentes grupos religiosos de la época y que, tal y como sucede desgraciadamente hoy día también, pretendían tener la verdad absoluta sobre la Revelación.

El quid de la cuestión, más allá de lo que se nos dice sobre el matrimonio y su sacramentalidad (no existirá en el Cielo), es la resurrección. El hecho que, estando por encima de la historia, cambió el rumbo de la historia definitivamente. Como nos recordará san Pablo, si Jesús no ha resucitado, nuestra fe es vana. Es precisamente la resurrección de Jesús lo que nos permite afirmar que Él vive y que actúa en nuestra vida, que nos protege, que camina a nuestro lado, etc. Todo esto, imagino, está muy claro para todos nosotros, que, si entramos en estos comentarios, es porque tenemos fe. Pero otra cosa es cómo lo vivimos en lo concreto. Y aquí es donde entran en juego dos mandamientos, no identificables, pero sí complementarios: uno, de la Ley de Dios: «Santificarás las fiestas»; y otro de la Iglesia: «Oír Misa entera todos los domingos y fiestas de guardar».

¿Por qué vamos a Misa los domingos? Porque Jesús ha resucitado. Y, como no hay hecho más importante en nuestras vidas, invertimos un tiempo del día de descanso en estar con Él en la Santa Misa. Ahora bien, no vale ir a Misa de cualquier modo, sino que hemos de ser conscientes de que hemos de cuidarla: no ir a la primera que nos venga bien, sino buscarla. No pasa nada por ir a la Misa del sacerdote que más nos ayude (siempre y cuando tengamos claro que lo que buscamos es a Dios y no a sus mediaciones). No pasa nada por no ir a la parroquia de debajo de tu casa si en otra te encuentras mejor (aunque no perdamos de vista que, a veces, si los sacerdotes no pueden hacer mejor las cosas es por soledad o por falta de ayuda, y ahí es donde deben entrar los fieles laicos). El caso es vivirla con el mayor cariño posible y con la centralidad que tiene.

¿Y el resto del domingo? Pues vivamos el tercer mandamiento, ese que nos dice que el día de descanso es para el Señor y no para otras cosas. Que hemos de ser libres para todo lo mundano, incluido el trabajo (Dios nos da lo necesario en los seis días previos para vivir el domingo). ¡Dios nos ha regalado este día para que descansemos en Él! Por tanto, no es un día de ocio, sino un día para estar con la familia y rezar especialmente. Es muy frecuente el llamado «síndrome de la tarde del domingo», en la que estamos perezosos porque el lunes hay que trabajar. No puede ser. Tenemos que aprovechar el regalo que Dios nos ha hecho con el día de descanso e identificarnos con Él, que descansó tras la obra de su creación. Si queremos ser como Él, imitarle (esto es ser santo), hemos de descansar como Él descansó. No en vano, el domingo, día en que celebramos la resurrección, es el día de la prefiguración del Cielo, del eterno descanso en Dios. ¿Queremos vivir el Reino ya aquí? ¡No descuidemos el domingo!