Algo tiene el chocolate de sospechoso, no sé, y mira que hay variedades infinitas de dulces, pero las bofetadas se las tiene que llevar siempre el chocolate. Nos lo trajimos de América Central hace cientos de años, y tanto nos gustó en Europa que la imagen de la felicidad es un niño relamiéndose y poniendo su vaho en el escaparate de la chocolatería. A Teresa, la santa de Calcuta, le entusiasmaba, porque ya se sabe que las cosas ricas nos las regaló el Señor para su disfrute. Qué bien lo dejó escrito Benjamin Franklin con relación a otra de esas pequeñas alegrías: “La cerveza es la prueba de que Dios nos ama y quiere vernos felices”. Lo malo es que cuando llega el Adviento o la Cuaresma, al cristiano le entran los nervios de quitarse el chocolate de en medio. Es lo primero que sitúa en la lista de los sacrificios, “hasta Navidad no pienso ni probar el chocolate ni aceptar un bombón”. ¿Pero por qué la hemos tomado con él, pobre mío?

Empezar el Adviento haciendo una lista de sacrificios es como empezar el matrimonio diciéndole al esposo que se ponga a hacer flexiones y abdominales antes de irse a dormir, “anda, cariño, que te viene bien para disciplinarte”. Ayer una chica joven me leyó su listado de sacrificios que quiere llevar a cabo estos días. La hoja tenía anverso y reverso. Le dije que el problema no estaba en que me parecían demasiados, sino que no se iba a acordar de cumplir ni la mitad. Es matemático: llegan los tiempos fuertes en la Iglesia y nos ponemos como locos a hacer cosas, como al enfermo que van a operan, y la víspera se pone a ordenar los calcetines, las camisas…

¿Por qué no hacemos las cosas bien? Una de las grandes enseñanzas del Evangelio es que no sabemos entrar en comunión con Dios, “no sabéis lo que pedís…”, “Señor, enséñanos a orar”. Siempre es lo mismo, el Dios de la ternura infinita deseando entrar en el corazón del ser humano, y éste montándose su propio negociado. Hace años un matrimonio decidió pedirle al Señor ayuda para salvar su situación y decidieron ayunar a pan y agua cuarenta días con sus noches. Después de una semana de estricto cumplimiento, se querían comer el uno al otro de la desesperación que les entró , y los hijos tuvieron que pedir cita en un restaurante tailandés para poner orden en casa.

¿Lo primero? Ponte de rodillas delante del Señor y ten valor este Adviento de no hacer nada. Eso te digo, nada. Como nada hacia el Señor en la montaña hablando con su Padre, nada práctico, nada ordenado, nada reglado. Ponte a disposición de Cristo, aprende a dejar el corazón en posición de abandono, como hacen los pobres de espíritu. Enciende la primera vela de Adviento y quédate a la espera, como el perro espera a su amo cuando entra en el Carrefour. Nada ni nadie podrán distraerlo. Acércate a un perro que espera a su amo y hazle carantoñas, verás su severa desatención, porque no tiene ojos más que para su señor. Eso es exactamente el Adviento, un perro atado a una farola y atento a la puerta del supermercado esperando, esperando con pasión, sin otra distracción que las ganas que lleva dentro por reconocer a quien le da de comer.

Tiempo de oración, silencio y espera. Como sugiere el Papa Francisco, dile al Señor al oído “¡acércate más!, porque sólo invocando su cercanía, ejercitaremos nuestra vigilancia”. Pero no me empieces por el chocolate…