Hay un filósofo español del que leo una frase maravillosa: la verdadera acción humana es principalmente una respuesta. Me gusta mucho este enfoque, no resalta la importancia de la iniciativa, sino de la repuesta. Es verdad, actúo de una forma más humana cuando una realidad me ha hecho vibrar, cuando algo me ha conmocionado. Lo decimos en el lenguaje ordinario, “oye, tus palabras me han tocado hasta lo más profundo”. Es como si lo que me afectara tuviera incluso que ver con el tacto. De hecho, se nos pone la carne de gallina ante una situación que nos emociona hasta los tuétanos.

Nuestro Dios es por encima de todo un Dios conmovido por el hombre. Su actuar es siempre un movimiento de respuesta a nuestra necesidad. Cuando el Dios de Israel interviene en Egipto lo hace porque ha escuchado el dolor de su pueblo. Santa Catalina de Siena ilustrará este pensamiento con una sentencia maravillosa, “Cristo, movido por nuestro amor…” Es decir, a Dios le mueve el corazón humano, es un Dios alcanzado por el amor humano, que responde dándose enteramente. La suya no es una autoridad de iniciativa sino de auxilio, de disposición. El enfoque es muy diferente.

El otro día hablé una hora con un chaval cuya actitud en la vida es de una desmotivación estructural. Nada le mueve, no se siente alcanzado por nada. Le miré con tristeza porque me parecía ese pez naranja, de poco lustre, que está encerrado en su pecera e agua fría, solitario y sin alegrías. Le hablé de muchas cosas que pudieran mover un poco su corazón, pero me miraba como si lo hiciera desde lejos.

El Señor nos deja en el Evangelio de hoy una de esas frases por las que descubrimos cómo y cuánto Cristo es alcanzado por el hombre, “viendo a la muchedumbre, sentía compasión de ellos, porque andaban como ovejas que no tienen pastor”. Qué hermoso es echar un ojo al corazón humano de nuestro Señor. Encontrar en el Evangelio textos que se refieren a cosas escondidas, a los lugares desde donde nace el afecto y la ternura de Dios.

Más letal que el coronavirus es la indiferencia, el corazón que no entiende de conmociones. Me decía un amigo recién llegado de Francia, donde ha vivido un año difícil, que le había sorprendido la profunda indiferencia que ha experimentado en la juventud parisina. Todos se aceptan, pero no se importan. Todos respetan las ideologías y las religiones de cada uno, pero nadie se siente movido por una pregunta por la verdad que les pueda alcanzar a todos.

Para hacernos de los suyos Cristo nos necesita dispuestos a ser alcanzados por el prójimo. De estas cosas habla ese soneto cuya autoría se atribuye a Santa Teresa, pero también a San Juan de la Cruz, queda poco claro: “no me mueve mi Dios para quererte… tú me mueves, Señor”. Al final, nuestra fe no es una moral. No me mueve una doctrina, ni una forma ética de entender mi relación con el entorno, sino una persona.