Comentario Pastoral


CRISTIANOS ALEGRES

Ser persona alegre, cumplir el mandato de la alegría es una exigencia de la fe y del talante cristiano, en Adviento y siempre. Es fácil definir la alegría, pero cuesta más descubrir su profundidad y condicionamientos.

Frecuentemente, las personas mayores manifiestan las dificultades que sienten para estar alegres, pues son muchos los afanes, las responsabilidades y los agobios. Para caminar por el camino sencillo del gozo sereno hay que convertirse a la confianza y transparencia de los niños. Aún es posible la alegría, a pesar de las amenazas que quieren matar por doquier cualquier brote de felicidad.

El niño es feliz porque se sabe protegido y amado, mientras los mayores rompemos el sentido de la convivencia y de la protección. Quizá es oportuno volver a pensar y recobrar los valores primeros de la existencia, recorriendo un camino de conversión hacia la niñez, es decir, hacia la alegría, pues «si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos». La huida del Padre en todos los conceptos es una violenta negación de la solicitud paterna, que ayuda a vencer
debilidades y vivir con paz.

La alegría cristiana está basada en la presencia de Dios. Anhelar la cercanía de Dios es suspirar por su presencia alegre y beneficiosa. Por ese motivo, en las circunstancias agobiantes y tristes es
necesario ansiar más la alegría auténtica, que es sinónimo de salvación.

Un mundo sin fe, sin cielo y sin esperanza es inhabitable, porque sus alegrías son fugaces y caducas, aunque se busque afanosamente la compensación de lo económico y de lo afectivo. Por el contrario, el creyente tiene la clave de la alegría, porque cree en un Dios Padre que protege nuestras debilidades, es benévolo y compasivo con nuestros llantos, perdona nuestras ofensas y espera la actitud confiada del retorno a sus brazos, como hijos pródigos.

La alegría será unas veces silencio y aceptación de lo desconcertante, y otras será grito de esperanza y liberación pero siempre ha de ser manifestación de paz. Por eso la alegría cristiana tiene que extenderse y propagarse como el fuego, pues de lo contrario se apaga y se consume en
sí misma. Buscando la alegría de los demás es cuando se encuentra la propia alegría. Obedeciendo a la predicación del Bautista, el verdadero predicador del Adviento, es preciso repartir nuestras túnicas y comodidades, no exigir más de lo establecido, no hacer extorsión a nadie y bautizarse con Espíritu Santo. Así experimentaremos la alegría del Adviento, que es el gozo del Dios que viene a nosotros para salvarnos.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Sofonías 3, 14-18a Is 12, 2-3. 4bed. 5-6
Filipenses 4, 4-7 san Lucas 3, 10-18

 

de la Palabra a la Vida

Sabemos bien que la Iglesia se fija en Juan el Bautista en el segundo y tercer domingo de Adviento, según la secuencia que encontramos en la liturgia de estos días: Juan nos enseña a descubrir a Dios atravesando la superficialidad en la vida, y nos enseña también cómo se responde a ese descubrimiento. La inquietud de los que le interrogan en el evangelio muestra que ante semejante descubrimiento no cabe la indolencia, hay que preguntarse qué es lo que tenemos que hacer.

Cuando uno hace experiencia de la presencia de Dios en la vida, la vida ya no puede ser la que era. Cuando profundizamos en el misterio de nuestra propia existencia, de lo que nos sucede, de lo que hacemos o de lo que sentimos, y en medio de ese misterio aparece Dios, incluso en el caso del evangelio, del Dios que aparece en el desierto, el corazón busca responder oportunamente. Todas las acciones que Juan propone en el evangelio tienen un motor para poder afrontarlas, que es la alegría.

Las lecturas nos hablan hoy también acerca de la alegría. Juan nos decía que Dios está en medio de nosotros, Juan nos dice, con Pablo en la segunda lectura hoy, que nos alegremos. Dios está tan cerca de nosotros que está en medio de nosotros, y el cristiano tiene que reaccionar motivado por semejante alegría. ¿Cómo desprenderme de algo de mi propiedad, de algo que tengo, o que creo que he obtenido justamente? ¿Cómo dejar de abusar, de engañar, de hacer mal? Con la alegría encontrada, que es mayor que todo lo anterior.

Juan el Bautista responde a los que le preguntan y les señala al Señor. Y, de esta forma, manifiesta la acción de la Iglesia también, que cuando se ve interrogada por el mundo, responde señalando al Señor, y ha de hacerlo, además, con la alegría de quien sabe lo que está señalando. La alegría, entonces, será un síntoma del Señor encontrado… o, en su ausencia, del Señor olvidado.

La Iglesia aprende, en su celebración, que el Señor se hace presente, e invita a entrar en ella con alegría. Esto es interesante… ¿Entramos en la celebración con alegría? De hecho, cada vez que escuchamos: «El Señor esté con vosotros», ¿en qué pensamos? ¿qué experimentamos? No es tan difícil para nosotros experimentar algo en la celebración como aquellos a los que Juan advertía de la presencia de Jesús entre ellos, que veían a un hombre sin más y que, además, no había demostrado nada maravilloso ante ellos.

Por eso la celebración de la Iglesia nos sitúa muy bien en ese camino de querer alegrarnos con el Señor y de querer agradarle a Él con nuestras decisiones. Sin embargo, esto no lo es todo. De hecho, nuestra experiencia es que muchas veces la presencia del Señor no nos resulta suficiente, no la sabemos afrontar, no creemos… estamos llamados a una plenitud de la presencia de Cristo, presencia que será total en su vuelta. Cuando el hombre decide no esperar y buscar sus contentos, comodidades o caprichos, la alegría acaba por desaparecer. Pero el Adviento nos prepara para su vuelta, como lo hace cada celebración de la Iglesia, que nos dice que celebramos para esperarle, que celebramos para aprender a reconocerle, para seguir mejorando, creciendo…

La celebración es un signo de que Jesús tiene que volver, ya sin ninguna sombra de duda, pero mientras, aquí aprendemos a preguntarnos: ¿Qué tenemos que hacer? Estaría bien salir de la celebración de la Iglesia no sólo alegres por haber experimentado la presencia del Señor en medio de nosotros, sino también alegres por entender que, ahora, es a nosotros a los que nos toca hacer, no caprichosamente, sino aquello que la Iglesia necesite para nuestra propia conversión y la alegría del anuncio de la buena noticia de Jesucristo

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

Tal es el sentido de la siguiente afirmación de la Iglesia (cf Concilio de Trento: DS 1608): los sacramentos obran ex opere operato (según las palabras mismas del Concilio: «por el hecho mismo de que la acción es realizada»), es decir, en virtud de la obra salvífica de Cristo, realizada de una vez por todas. De ahí se sigue que «el sacramento no actúa en virtud de la justicia del hombre que lo da o que lo recibe, sino por el poder de Dios» (Santo Tomás de Aquino, S. Th., 3, q. 68, a.8, c). En consecuencia, siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por él, independientemente de la santidad personal del ministro. Sin embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe.

La Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para la salvación (cf Concilio de Trento: DS 1604). La «gracia sacramental» es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento. El Espíritu cura y transforma a los que lo reciben conformándolos con el Hijo de Dios. El fruto de la vida sacramental consiste en que el Espíritu de adopción deifica (cf 2 P 1,4) a los fieles uniéndolos vitalmente al Hijo único, el Salvador.


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1128-1129)

 

Para la Semana

 

Lunes 13:
Santa Lucía, virgen y mártir. Memoria.

Nm 24,2-7.15-17a. Avanza la constelación de Jacob.

Sal 24. Señor, instrúyeme en tus sendas.

Mt 21,23-27. El bautismo de Juan, ¿de dónde venía?
Martes 14:
San Juan de la Cruz, presbítero y doctor de la Iglesia. Memoria.

So 3,1-2.9-13. Se promete la salvación mesiánica a todos los pobres.

Sal 33. Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.

Mt 21,28-32. Vino Juan, y los pecadores le creyeron.
Miércoles 15:

Is 45,6b-8.18.21b-26. Cielos, destilad el rocío.

Sal 84. Cielos, destilad el rocío: nubes, derramad al Justo.

Lc 7,19-33. Anunciad a Juan lo que habéis visto y oído.
Jueves 16:

Is 54,1-10: Como a mujer abandonada te vuelve a llamar el Señor.

Sal 29: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Lc 7,24-30: Juan es el mensajero que prepara el camino del Señor.
Viernes 17:

Gén 49, 1-2. 8-10. No se apartará de Judá el cetro.

Sal 71. Que en sus días florezca la justicia, y la paz abunde eternamente.

Mt 1, 1-17. Genealogía de Jesucristo, hijo de David.
Sábado 18:

Jer 23, 5-8. Daré a David un vástago legítimo.

Sal 71. En sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente.

Mt 1, 18-24. Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David.