“Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan”. Estas palabras de Cristo en el evangelio contrastan fuertemente con las de la primera lectura: “Yo el Señor, tu Dios, te tomo por tu diestra y te digo: ‘no temas yo mismo te auxilio, tu libertador es el Santo de Israel”. Parece que Dios por el profeta Isaías nos dice una cosa y por Jesús otra. Al final el dilema parece ser el siguiente: ¿tengo que esforzarme por alcanzar, “arrebatar” el reino de Dios, o simplemente he de esperar a que Dios lo haga todo? San Agustín nos da una clave para comprender la aparente oposición, porque ambas afirmaciones son palabra de Dios y, por tanto, verdaderas. La respuesta es esta: “quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti. Por lo tanto, creó sin que lo supiera el interesado, pero no justifica sin que lo quiera él. Con todo, él es quien justifica” (Sermón 169,13)

Por lo tanto, el Reino es ciertamente un regalo de Dios absolutamente gratuito e inmerecido, pero debe ser aceptado. Es un don hecho a un ser libre y debe, por tanto, ser acogido. Y, precisamente, acoger ese don implica, dejarse mover por el Espíritu Santo, implica el empeño en “vivir como conviene a los santos” (Ef 5,3). Hay que luchar para corresponder a la acción de la gracia. El Espíritu Santo es un Maestro, da lecciones que son de practicar. Mientras no se haya practicado la lección, no pasa a la siguiente.

En una ocasión le preguntaron a Jesús: “Señor, ¿son pocos los que se salvan? El Les contestó: esforzaos en entrar por la puerta angosta” (Lc 13,23-24). Jesús no da una respuesta directa, pero deja bien claro que no hay santidad sin lucha y sin heroísmo. Sabemos que las faltas y pecados veniales nos van a acompañar a lo largo de la vida. Sin una gracia especial como la recibida por la Virgen no nos sería posible mantenernos en un estado habitual de perfecto amor de Dios (Concilio de Trento, ses.VI, c.23). Pero hemos de procurar luchar siempre. Es la aceptación de nuestros pecados, la falta de lucha, lo que produce ese estado de desamor que es la tibieza. En este tiempo de gracia, hagamos un examen de conciencia que nos permita reconocer dónde hemos de luchar, de “allanar los caminos” al Señor. “Ahora, mientras te dedicas al mal, llegas a considerarte bueno, porque no te tomas la molestia de mirarte. Reprendes a los otros y no te fijas en ti mismo. Acusas a los demás y tú no te examinas. Los colocas a ellos delante de tus ojos y a ti te pones a tu espalda. Pues cuando me llegue a mí el turno de argüirte, haré todo lo contrario: te daré la vuelta y te pondré delante de ti mismo. Entonces te verás y llorarás” (San Agustín, “Sermón” 17.13).

Son muchas las omisiones y ofensas a Dios a las que no damos importancia: faltas de rectitud de intención, de caridad, de pereza, impaciencias, juicios negativos sobre los demás, indiferencia ante el dolor ajeno, envidias, rencor, apegamiento no recto a cosas o personas, caprichos, cambios extemporáneos de humor, falta de cordialidad y de alegría en el trabajo o en la familia, vanidad en todas sus formas, falta de visión sobrenatural al enjuiciar las cosas y los acontecimientos… Lucha, pero no lo hagas solo. No podrás y abandonarás pronto, porque nuestras fuerzas son pocas. Lucha, pero abandonado en las fuerzas del Señor, apoyándote en El, fiado en El. “Fiado en ti, me meto en la refriega, fiado en mi Dios asalto la muralla” (Sal 170, 30), la muralla de mi pequeñez, la muralla de mis defectos,…

Que nuestra Madre del Cielo nos lleve por caminos de lucha alegre y decidida por amor a Dios nuestro Padre.