“Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca”.

Cómo no exultar de alegría y despertar nuestra esperanza si el Señor está cerca. Es verdad que hay que luchar por apartar el pecado, convertirnos: hemos de preparar los caminos del Señor, allanar los montes. Hemos de ser generosos: “compartir con el que no tiene”, ser justos: “no exijáis más de lo establecido” ni “hacer extorsión” “ni os aprovechéis de nadie”. Es verdad que hemos de hacer penitencia, reparar el daño que el pecado deja en nuestras inclinaciones y poner lo mejor de nosotros mismos, pero no debemos olvidar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar. Es gracias a la medicina de la confesión que la experiencia del pecado no degenera en desesperación (cf. San Juan Pablo II Exhortación “Reconciliación y penitencia”, 31) ¡La petición viene con una promesa! “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego” ¡Está es nuestra esperanza! Cuando Dios pide algo en realidad está ofreciendo un don. “Comprendo – nos decía el Papa Francisco – a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta, pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias» (Encíclica Evangelii gaudium, 6)

Hemos de permitir que la cercanía de Cristo despierte nuestra alegría. En una homilía improvisa el Papa Benedicto XVI (4 de octubre de 2005), nos hacía caer en la cuenta del motivo por el que San Pablo, con todos sus sufrimientos, con todas sus tribulaciones sólo podía decir a los demás “alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos”: lo podía decir porque en él mismo la alegría era presente: alegraos en el Señor. Si el amor, el más grande don de mi vida, me es cercano, si puedo estar convencido que quien me ama está cerca de mí, aunque esté afligido, queda en el fondo del corazón la alegría que es más grande que todos los sufrimientos. Así este imperativo, en realidad, es una invitación a darse cuenta de la presencia del Señor en nosotros. Es la conciencia de la presencia del Señor. El apóstol busca hacernos conscientes de esta presencia de Cristo en cada uno de nosotros. Para todos nosotros son verdaderas las palabras del Apocalipsis: llamo a tu puerta, escúchame, ábreme. Por ello la exhortación a la alegría es fundamentalmente una invitación a ser sensibles por esta presencia del Señor que toca a mi puerta. No debemos ser sordos a Él, porque los oídos de nuestros corazones están tan llenos de tantos ruidos del mundo que no podemos escuchar esta silenciosa presencia que toca a nuestras puertas. Él toca a la puerta, está cerca de nosotros y así está cerca la verdadera alegría que es más potente que todas las tristezas del mundo, de nuestra misma vida.

Pidamos a María que nos ayude a descubrir esa cercanía de su Hijo en quien se nos dan todas las bendiciones.