Los milagros evidenciaban en Jesús algo extraordinario cuyo origen suscitaba muchos interrogantes; a ello se unía una cualidad única de palabra que encandilaba los corazones. El don de visiones y profecías, como aparece en la primera lectura, también lo encontramos en Él.

Pero entre los judíos será el perdón de los pecados lo más distintivo entre los muchos portentos que regalaba el Señor. En otra parte del evangelio, las autoridades sinagogales judías llegan a decir que dicho poder y autoridad viene del diablo. Hoy, en el templo de Jerusalén, corazón de la fe hebrea, intentan de nuevo despejar la gran incógnita de la autoridad de Cristo: ¿cuál es su origen?

Está claro que se trata de cualidades no naturales que asombran a cualquiera. Si hiciéramos hoy día una encuesta, podríamos manejar tres posibles respuestas: la magia, el diablo o Dios. Respecto a la primera, como no existe, sale de la ecuación. Lo siento mucho, pero es la cruda realidad: por mucho que hablemos de ella, la magia como poder real en la vida de las personas no se puede adquirir porque no existe. Lo que muchos llaman magia (un poder adquirido para “controlar” la realidad, ver el futuro, dominar personas, contactar con los difuntos) en realidad está asociado a orígenes diabólicos. La eterna tentación de ser dioses sigue generando muchas falsas esperanzas que favorecen ponernos en manos del enemigo con tal de adquirir seguridades (falsas, claro).

Por lo tanto, quedan el diablo y Dios. Respecto al cornudo, sólo hace el bien cuando le conviene para hacer un mal mayor. Por eso viene siempre disfrazado de bien, aparentando ayudar. Pero como la mentira y el disimulo es su arte principal, puede engañarnos vilmente y atarnos, que es lo que busca. Estas cualidades no las encontramos en la vida de Cristo. Y los judíos tampoco: basta recordar que los escándalos que genera el Señor entre los mandamases judíos son siempre por cosas buenas; y cuando intentan buscar algo malo, no lo encuentran. De hecho, para crucificarle tendrán que acudir a testimonios falsos e inconexos, porque todos le han visto y oído, y no había nada malo.

Lo malo, en realidad, es que quitaba la autoridad a los jerifaltes judíos, dejándoles en muy mal lugar. Ese es el problema: la envidia y el miedo a perder autoridad. Cristo les toca las narices en un punto polémico: su postura respecto a Juan el Bautista. Hoy y mañana el evangelio gira en torno al rechazo del Precursor.

Delgada es la línea que distingue autoridad y el poder. El poder podríamos describirlo como la cualidad de una persona de cambiar la realidad: el que manda, decide y transforma las cosas con sus mandatos. La autoridad, en cambio, podríamos decir que es la cualidad interna de ese poder: se fundamenta en el bien que persigue. De hecho, puede haber un poder sin que haya autoridad.

En el caso de Cristo, el poder que manifiesta se cimienta en la autoridad que tiene, una autoridad no institucional (no es fariseo, ni saduceo, ni escriba), sino moral: su autoridad se funda en el el bien que hace, que es infinito porque es Dios.

En el caso del diablo, tiene poder de transformar la realidad, aunque no equiparable con el Señor. Lo que no tiene es autoridad porque es un fake. El fake por antonomasia.

Desgraciadamente, pasa lo mismo en la vida humana: hay muchos que detentan un poder pero carecen de autoridad. Podríamos decir que el poder se puede conseguir (buscando un ascenso, a través de un magnicidio, un golpe de estado, o incluso unas elecciones), pero la autoridad moral se gana con el ejemplo, con el testimonio. Me temo que, de pronto, vas a empezar a poner caras a este razonamiento, no sólo de mandatarios, sino de otros muchos personajes trepas que gozan de poder pero carecen de autoridad.

Hoy le pedimos a Santa Lucía que aclare nuestra visión para ser personas siempre con autoridad, cada uno a su nivel, por construir nuestra vida sobre el bien y fray ejemplo. Y que, si tenemos poder, lo ejecutemos para obrar cosas buenas, no para beneficiarnos.