Ayer le pedíamos a santa Lucía una visión clara para construir nuestra vida sobre la autoridad moral que nos aporta el bien, el que hacemos y el que imitamos.

Hoy Jesucristo les da la segunda bofetada a los principales de Israel acerca de su falta de autoridad moral por ser ciegos al bien: Juan Bautista es el precursor, profeta de Dios, a quien han rechazado. Colman ese rechazo porque introducen ahora al propio Dios, a quien tienen delante. Sofonías, en referencia a Jerusalén, profetizó ya una de las tareas del Mesías: “Te arrancaré tu orgullosa arrogancia y dejarás de engreírte en mi santa montaña”. Hoy vemos al Señor en la montaña santa, el monte Sión, en plena operación quirúrgica para extirpar dicho tumor de sus irritados interlocutores. La operación sale mal.

Al hilo de la memoria de San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia y místico de fama universal por ser maestro de vida interior, recordamos que el primer paso en ese camino hacia Dios es la vía purgativa, la de quitarnos lo que estorba, el lastre. Y sobre todo ese lastre tiene la forma descrita hoy por Sofonías: la orgullosa arrogancia. Después viene la vía iluminativa y, por último, la vía unitiva, más cercana al Cielo que a la tierra por tratarse de la contemplación de Dios.

Si nos tomamos en serio esa árdua tarea de luchar contra lo que nos sobra, podremos pedir humildemente lo que hoy aparece en el versículo del aleluya: “No tardes, perdona los pecados de tu pueblo”.

Y fruto de nuestro corazón purificado de orgullo, se hará realidad en nosotros lo profetizado por Sofonías: “Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará erguido en el nombre del Señor. El resto de Israel”. Erguido por estar alertas, encendidos del celo del Señor, vigilantes y prontos para cumplir su voluntad.