La parroquia en la que estoy afronta un proceso de restauración de grandes dimensiones. Además del objetivo de amoldar las instalaciones a normativa, el alma de todo el proyecto está basado en el evangelio de hoy: “Id a anunciar lo que habéis visto y oído”. Esta indicación de Cristo se complementa con la otra gran invitación previa del Maestro: “venid y veréis”. Vamos, vemos, oímos, conocemos, gustamos… y nos convertimos. La Iglesia nace de esta experiencia básica, un proceso muy humano de enamorar Dios nuestros corazones.

Me parece que es también un punto de referencia para el cuidado de la casa de Dios: cuando uno entra en el templo, ¿qué ve y qué oye? Si está sucia y mal iluminada, o si no hay buena megafonía o no se cuidan bien las homilías, verá algo destartalado y le pitarán los oídos. No se sentirá uno como en su casa, el deleite propio de la belleza brillará por su ausencia.

El objetivo no es cuidar meramente la fachada (lo que se ve y oye por fuera) sino que la fachada debe corresponder a lo que hay en el interior, lo que se ve y se oye por dentro: Cristo que da la vista cuando andamos ciegos de orgullo; hace andar a los inválidos que están esclavizados por sus pasiones; limpia la lepra de nuestro corazón impuro; pone sonotone a los sordos que dejan de escuchar su Palabra; resucita muertos con la absolución de los pecados; y, sobre todo, anuncia el Evangelio a los pobres, que somos todos y cada uno de nosotros, míseros pecadores, que entramos a la iglesia a mendigar la misericordia y el amor del Corazón de Cristo. Este es el programa de vida de una parroquia. No se trata de inventar la rueda: se trata de vivir la eterna novedad que nos ha traído Cristo, una novedad que no cesa nunca. Bien es cierto que esto hay que amoldarlo a los oyentes y videntes del siglo XXI, que somos bien peculiares e hijos de una cultura de luz y sonido poco dada a la contemplación de lo que se ve y se oye.