Dos profecías cumplidas protagonizan las lecturas de hoy:

1).  El oráculo divino pronunciado por Jeremías: un vástago legítimo del rey David, un descendiente real. Esta revelación divina, unida a otras muchas alusiones en el antiguo testamento, hizo que durante siglos el pueblo judío esperara la aparición mesiánica como un gran gobernador.

La promesa se cumple en Jesucristo como aquél que es Pastor de la casa de Israel, como canta la antífona del evangelio. Ser pastor es lo mismo que ser rey: gobernar, ser lider y cabeza de un pueblo.

El evangelio testimonia que san José es descendiente de David y, por lo tanto, destinatario de la promesa, puesto que la pertenencia a la tribu venía por parte de herencia paterna.

Pero su reino “no es de este mundo” (cf., Jn 18,36). En el siglo I, los judíos esperan al Mesías Rey como libertador del yugo romano. En varias ocasiones, viendo los prodigios y el liderazgo evidente del nazareno, los judíos quisieron coronarle como rey, y él se escapó como pudo. No era una revolución social lo que traía, sino la salvación a la humanidad. Por eso, muchos judíos se llevaron un gran chasco: esperaban el Reino de Dios traído por Jesús como algo visible, socialmente estructurado, institucionalizado… y encabezado por él.

2).  El Evangelio de san Mateo concluye la genealogía del Redentor que vimos ayer narrando el modo histórico, concreto, en que viene al mundo: su encarnación testimonia que es el tiempo del cumplimiento y no de las promesas. Dios actúa en la historia y lo hace de un modo absolutamente prodigioso, sobrenatural. Ambos términos son compatibles con alusiones a acontecimientos pequeños, imperceptibles. Un acto pequeño que tenga a Dios dentro será aparentemente intrascendente, pero imponente desde el punto de vista de la gracia divina.

Introduce a modo de profecía cumplida un texto de Isaías (7,14) para testimoniar el carácter sobrenatural de la concepción del Mesías: la acción del poder divino hace que una virgen sea al mismo tiempo madre. Dicha concepción del Mesías está asociada también a la previa concepción de María, concebida sin pecado original por una acción única, impresionante, del Espíritu Santo, que preparaba de ese modo el tabernáculo perfecto del Altísimo. Dos concepciones obradas según la gracia divina: la de María fue carnal, pero inmaculada; la del Verbo fue virginal y divina.

Por último, recién terminado el año de San José, encontramos al varón justo puesto a prueba y respondiendo lo más sabiamente posible a una circunstancia que podría haber terminado con María lapidada: estaba embarazada y no había sido él. ¡Esto sí que fue “embarazoso”! La paciencia y la fe del santo patriarca nos muestran cómo el Señor no deja de actuar, aunque a veces parezca jugar con nosotros. Nada le quitó el susto; y tampoco nada le quitó después el asombro ante lo que Dios le tenía preparado.