Lunes 10-1-2022, I del Tiempo Ordinario (Mc 1,14-20)

«Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios». Cada año tengo –tenemos, diría yo– la sensación de que el tiempo de Navidad se interrumpe de una manera abrupta y, quizás, artificial. Nos hemos preparado a conciencia iluminando nuestras calles y casas, hemos adornado nuestros hogares, hemos puesto el belén y el árbol, hemos adorado al Niño Dios, hemos disfrutado de las fiestas tan bellas de estos días… Y de repente las luces se apagan, y los adornos se guardan dentro de una caja en el trastero. Hace pocos días contemplábamos al Niño Jesús en brazos de su madre siendo adorado por los magos de Oriente. Ayer, fiesta del Bautismo del Señor, descendíamos con Jesús para ser bautizados con él en el río Jordán, recibir el Espíritu Santo y escuchar esas palabras del Padre del Cielo: “Este es mi Hijo amado, mi predilecto”. Hoy, en el Evangelio, Jesús aparece ya como un hombre adulto, en plenitud de vida y fuerza, dispuesto a cumplir la misión que su Padre Dios le ha encomendado entre los hombres. En este lunes retomamos el llamado Tiempo Ordinario, que nos recuerda que la mayor parte de nuestra vida transcurre de manera “ordinaria”, sencilla y normal. Por supuesto, es muy bueno tener cosas que celebrar –triste sería no poder alegrarse–, pero ahora se trata de irradiar la luz que hemos recibido en nuestra vida de cada día.

«Decía: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio”». Escuchamos de nuevo, otro año más, las primeras palabras de Jesús al comienzo del Evangelio según san Marcos. Durante todo el año tendremos la oportunidad de leer y escuchar, día a día, los cuatro Evangelios que contienen las palabras y los hechos de Jesús. Es necesario que nos acerquemos a ellos como aquel sediento que acerca su boca a la fuente que mana y corre, sabiendo que el agua que sacia es, a la vez, siempre la misma y siempre distinta. Hoy es una buena ocasión para pedirle al Señor que nunca nos acostumbremos a oír sus palabras, a admirar sus prodigios, a contemplar su rostro lleno de misericordia. Escucharemos lo mismo, sí, pero no será lo mismo. Si dejamos que el Espíritu actúe en nuestro interior, esa Palabra resonará en nosotros de una manera nueva y distinta día tras día. Y será así nuestro alimento y nuestra bebida cada día, pudiendo decir con san Pedro: «Señor, tú tienes Palabras de vida eterna».

«Jesús les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”». Ninguno de los cuatro evangelistas separa la predicación del Evangelio con la llamada de los primeros discípulos. En cuanto Jesús sale a proclamar su mensaje de salvación, llama a hombres y mujeres para que le sigan más de cerca. En esa llamada a los primeros discípulos podemos ver hoy cada uno de nosotros una invitación del Señor a que le sigamos. Se dice a menudo aquello de “año nuevo, vida nueva”. Pero este año nuevo sólo nos traerá una vida nueva si de verdad seguimos los pasos de Cristo y nos dejamos moldear por su palabra. La fe se vive siempre en el seguimiento de Cristo. Como repetía san Agustín: “Es imposible conocerte y no amarte, es imposible amarte y no seguirte”.