Sábado 15-1-2022, I del Tiempo Ordinario (Mc 2,13-17)

«Al pasar vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dice: “Sígueme”. Se levantó y lo siguió». Es imposible leer esta escena y no volar con la imaginación al impresionante cuadro de Caravaggio sobre la Vocación de san Mateo, con su claroscuro que resalta las figuras de Jesús y Mateo –también llamado Leví–, esas dos miradas que se entrecruzan entre los demás personajes ajenos al encuentro, la llamada firme del Señor y la sorpresa del publicano. En pocas líneas, se describe una escena llena de una enorme profundidad, captando un instante decisivo en la historia del apóstol. Un Padre de la Iglesia, san Beda el Venerable, es capaz de captar la profundidad de aquel encuentro: «Jesús lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano y, porque lo amó, lo eligió, y le dijo: Sígueme. Sígueme, que quiere decir: Imítame. Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir como vivió él».

«Sucedió que, mientras estaba él sentado a la mesa en casa de Leví, muchos publicanos y pecadores se sentaban con Jesús y sus discípulos». El encuentro con Cristo nunca se puede quedar en la intimidad de una experiencia subjetiva. Abrirse a Cristo implica necesariamente abrirse a una comunidad, a un “nosotros”. Precisamente en esa conversión del “yo” solitario al “nosotros” de Cristo y la Iglesia está la gran conversión cristiana. Y en el Evangelio, Jesucristo mismo nos enseña cómo es esa comunidad de sus discípulos. Él no tiene reparos en compartir la mesa con publicanos y pecadores, porque la suya es una comunidad de pecadores necesitados de perdón y conversión. Jesús no dirigió su mensaje a una élite religiosa y moral de perfectos, limitando su acción a una rígida casta de cumplidores escrupulosos y detallistas de todos y cada uno de los preceptos de la Ley judía. Jesús se sentó a la mesa –es decir, quiso compartir su vida– con todos, incluidos publicanos y pecadores. Así lo vemos hoy claramente. ¡Y menos mal! Porque de ese modo, tú y yo, que somos pecadores, sabemos que Él también quiere compartir la vida con nosotros, sin dejarnos fuera de su Reino.

«Jesús lo oyó y les dijo: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”». Evidentemente, este proceder de Jesús sentó entonces bastante mal a muchos. Y sigue escandalizando hoy a tantos que no quieren comprender que la Iglesia está formada por hombres enfermos y pecadores que, con la gracia de Dios, luchan cada día por convertirse y estar más cerca de Dios. Así lo enseñó el Concilio Vaticano II: «La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (Lumen Gentium 8). La Iglesia es ya santa porque santa es su Cabeza, Jesucristo; y santos son su Palabra y sus Sacramentos; y santos son sus miembros que ya han llegado al Cielo. Pero la Iglesia es también esa comunidad de pecadores llamados a la santidad.