Domingo 16-1-2022, II del Tiempo Ordinario (Jn 2,1-11)

«Había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda». Aunque la Navidad ya haya acabado, no debemos olvidar que la vida de Cristo continúa… Jesús crece siendo niño, adolescente, joven, con su familia en Nazaret, hasta que le llega la hora de comenzar su vida pública entre los hombres. Y el evangelista san Juan nos narra cómo el Señor quiso inaugurar su ministerio y sus signos –los milagros– en la celebración de unas bodas. ¡Todo un Dios que se alegra en una boda! Cómo de importante debe de ser para Dios el matrimonio y la familia, para elegir una boda como el lugar de su primera manifestación. Ciertamente, la familia está inscrita en el corazón de Dios, porque la Trinidad misma es familia: Padre, Hijo y Amor que los une. Así, igual que Jesús y María estaban presentes en aquella boda en Caná de Galilea, quieren estar presentes en todas las familias cristianas el mundo. También en la tuya.

«Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”». Normalmente, en una boda los invitados están pendientes de comer, divertirse y conversar con sus amigos y conocidos. Pero no así la Virgen María que, siempre atenta, no deja de pensar en las necesidades de los demás. Ella vio el aprieto de los novios, quizás antes que ellos mismos, porque una boda sin vino es un gran fracaso. Hay que tener en cuenta que el convite de las bodas de entonces duraba varios días, y la bebida corría alegremente. El fracaso, pues, estaba asegurado de no ser por la intervención de María y de Jesús. Hoy en día, sacar una familia adelante supone grandes luchas y dificultades. Es una empresa ardua y difícil mantener el amor nuevo cada día, ser fieles el uno al otro, educar a los hijos, transmitirles la fe… Son muchísimos los desafíos que amenazan a las familias. Y la sensación de fracaso –como la de aquellos novios que veían cómo se les acababa el vino…– puede hacer surgir la desesperanza. Pero es entonces cuando se produce el milagro y el final resulta mejor que el principio. Luchar por la familia supone hacer crecer el amor cada día, una tarea imposible si Dios no está en el centro de la familia. Como decía aquel sabio, “una familia que reza unida permanece unida”. Donde más grande parece el fracaso, más grande se muestra el éxito de Dios que hace nuevas todas las cosas.

«Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». El gran milagro de las bodas de Caná fue el de convertir el agua en vino, en el mejor vino que ninguno había probado jamás. Ese es precisamente el milagro que Jesús quiere hacer en cada una de nuestras familias. Si el agua es una bebida corriente y sin sabor, el vino es precisamente el símbolo de la fiesta y de la alegría desbordante. Así, el Amor de Dios es capaz de convertir la vida corriente y ordinaria de la familia –con las relaciones de esposos, padres, hijos, hermanos…– en una fuente de amor abundante, de amor fecundo y fiel, de unidad y paz en medio de la sociedad. Este es el gran milagro que le pedimos hoy a María y a Jesús: cuidad de todas las familias cristianas del mundo, y haced de ellas hogares luminosos y alegres que irradien la luz de un amor nuevo y desbordante en el mundo entero.