Al detenerme en el relato de Marcos que la liturgia nos propone hoy para nuestra reflexión, lo primero que me ha llamado la atención es que los «espíritus inmundos» los demonios, no tienen ninguna duda de que Jesús es el Mesías, de que Jesús es Dios, y esto es cuando menos curioso, porque nosotros tenemos dudas tantas veces, sus contemporáneos parecen tener la sobra de la duda en todas las páginas del Evangelio, y nosotros, dudamos tantas veces, tenemos tantas dificultades para reconocerlo en lo que nos pasa, tenemos tantas dudas sobre su presencia en nuestra vida, sobre si se preocupa y ocupa de nosotros…

Y junto a ellos encontramos las prohibición que les hace Jesús a esos espíritus inmundos, les prohibe, además severamente, darlo a conocer. No parece una prohibición tan extraña si nos detenemos en la dinámica de la transmisión de la fe. La fe nos viene por el oído, la fe nos viene por el testimonio, la fe nos viene de las vidas comprometidas, de las vidas entregadas, de los mártires… por eso los demonios, hijos de la mentira no pueden, no deben anunciarnos el evangelio, no pueden dar a conocer a Jesús, pues con su doblez, con su mentira, con la ponzoña de sus palabras ensuciaría el ejemplo y las palabras de Jesús.

Sin embargo, confieso, que a mi me gustaría poder reconocerlo con tanta facilidad como lo hacen los espíritus inmundos, para ellos no hay duda, para ellos lo que hay es un enemigo, y bien pensado, cuando tenemos un enemigo, normalmente tampoco tenemos muchas dudas de que lo es. En realidad no soy tan importante como para tener enemigos, pero sí he encontrado en mi camino alguna persona a la que no le resulto demasiado agradable o que me resulta poco agradable.

En cierta medida vemos como la dinámica de la fe, no deja de ser la propia de las relaciones, prescindiendo del no insignificante detalle de que Dios en sus relaciones siempre es sano, siempre lleva a la plenitud, siempre saca de nosotros mismos nuestra mejor versión.

En la primera lectura vemos todo ese juego de relaciones, todas esas realidades que tan cotidianamente nos afectan. La mistad de David y Jonatan, los celos que Saúl tiene de David, la capacidad que tiene un hijo para aplacar a su padre (Saúl desiste de matar a David porque se lo pide Jonatan), vemos también como las opiniones de los demás nos alteran, Saúl quiere matar a David por un chascarrillo en el que David sale mejor parado… Y en medio de todas esas historias, en medio de esas relaciones, de eso dimes y diretes, allí en medio está el Señor que con su mano misteriosa va guiando la historia.

Volvemos a la pregunta inicial, ¿cómo reconocerlo?, volvemos al asombro ante la «confesión de los demonios», volvemos pues a pedirte con humildad Señor, que nos enseñes a reconocerte en la vida que pasa, que nos enseñes a descubrirte en medio de nuestras inseguridades y problemas, Señor que nos enseñes a confesarte y a amarte, que nos conviertas en testigos tuyos, para que nuestras vidas hablen sólo de Ti,  que te puedan ver a Ti quedando yo oculto, que nuestras vidas les permitan creer.