Santos: Martina, virgen; Matías, Armentario, Barsén, Barsés, obispos; Hipólito, presbítero; Feliciano, Filapiano, Alejandro, mártires; David Galván Bermudes, sacerdote y mártir; Sabina, Habrilia, vírgenes; Lesmes, Columba Marmión, abades; Aldegunda, Jacinta de Mariscotti, Tiadilde, abadesas; Gerardo, Adelelmo, confesores

El abad benedictino de Maredsous fue beatificado en la misma mañana soleada del domingo 3 de septiembre del 2000 en que se beatificó a los Papas que convocaron los concilios ecuménicos Vaticano I y II. En la misma ceremonia se subió también a los altares al arzobispo de Génova –Tomasso Reggio– de principios de siglo, y al sacerdote francés Chaminade.

Joseph Marmion nació en Irlanda, concretamente en Dublín, el 1 de abril de 1858. Sus padres, el irlandés Guillermo Marmión, y Erminia Cordier, que era francesa, formaron una familia piadosísima y con profundas raíces cristianas: tres de las hermanas de Joseph serán religiosas en las Hermanas de la Misericordia. Vivió la mayor parte de su vida en el monasterio belga de Maredsous.

Estudió con los jesuitas del Belvedere College; su inteligencia llama la atención del cardenal Cullen que le aconseja entrar en el seminario de Holy Cross Clonliffe.

En 1879, el arzobispo de Dublín, Mc Cabe, le envía a Roma para completar sus estudios teológicos en el Ateneo de Propaganda Fide donde estudia con el futuro cardenal Francesco Satoli, tomista de gran renombre, y con el célebre biblista Ubaldo Ubaldi.

Columba visita la abadía de Montecasino y siente por primera vez el tirón por la vida monástica. Es ordenado sacerdote en Roma, en la iglesia de Santa Águeda, el 18 de junio de 1881, y vuelto a su patria, nombrado vicario de Dundrun, profesor del seminario y capellán de un convento de Hermanas Redentoristas.

En 1886, clarifica su vocación al claustro. Abandona las posibilidades de hacer carrera eclesiástica que se veía prometedora, y entra por fin en la abadía benedictina de Maredsous, en Bélgica (no había en aquella época monasterios benedictinos en Irlanda), cuando era su primer abad Dom Placido Wolter y el lugar estaba aún en construcción. Fue entonces el momento para tomar el nombre de Columba, al profesar como monje benedictino el día 10 de febrero de 1891, como respetuoso homenaje al monje irlandés que en el siglo vi predicó el Evangelio en buena parte de Europa.

Su fama como predicador y director espiritual empieza a crecer dentro y fuera del monasterio, hasta el punto de que los contemporáneos de Columba son unánimes en afirmar la posesión de un carisma muy especial para comunicar el mensaje religioso. Y así debió de ser, en realidad, porque sus superiores le encargaron la fundación de la abadía de Mont-César, en Lovaina, donde será el responsable de la vida espiritual de todos los monjes jóvenes que se dedican a los estudios de filosofía y teología.

Columba adquiere fama de santidad; es confesor del obispo Mons. Joseph Mercier –futuro cardenal–, y se multiplican las peticiones para que predique ejercicios espirituales en Bélgica, Inglaterra, Francia e Irlanda.

Desde el 3 de octubre de 1909 es elegido abad de Maredsous; el tercero, y después de Dom Hildebrand de Hemptine, quien debió fijar su residencia en Roma por ser el primer abad Primado, ya desde León XIII, de la confederación benedictina. El cuidado de su comunidad no impidió a Columba llevar adelante un intenso apostolado mediante la predicación de retiros y la numerosa y regular dirección espiritual de muchos.

En los últimos años de su vida escribe Columba la conocida trilogía –traducida en la actualidad a 16 idiomas– Cristo, vida del alma, Cristo en sus misterios y Cristo, ideal del monje, que le sitúa entre los grandes maestros de espiritualidad del siglo XX.

Muere con fama de santidad el 30 de enero de 1923, víctima de la terrible epidemia de gripe.

El obispo de Roma dijo de él en la ceremonia de beatificación que, con su vida y obras, enseñó un camino de santidad, sencillo pero exigente. De él se ha alimentado toda una generación de monjes, religiosas, sacerdotes y fieles católicos. Su secreto, según el papa, era el siguiente: Jesucristo, nuestro Redentor y manantial de toda gracia, es el centro de nuestra vida espiritual, nuestro modelo de santidad.

¡Que el amor a Dios y a los hermanos de este gran abad sirvan de punto de referencia para ayudar nuestro paso en esta aurora del tercer milenio!