Comentario Pastoral


DICHOSOS Y BIENAVENTURADOS

Las bienaventuranzas, la carta magna del Reino de Cristo, nos las sabemos, pero no vivimos según su espíritu. Tenemos miedo a las bienaventuranzas, las cambiamos, las dulcificamos, las ponemos adjetivos, porque escucharlas como salieron de los labios de Cristo nos parece excesivamente duro.

Evidentemente que Cristo no quiere la pobreza, no quiere que todos estén llorando, no quiere que todos estén perseguidos, no quiere que todos padezcan hambre. Quiere todo lo contrario: quiere la justicia, la fraternidad, la igualdad, que no haya gente que vive en la abundancia y gente que carezca de todo.

Cristo quiere que todos seamos iguales, que aceptemos su Reino, que nos compromete a todos, que nos hace compartir las riquezas de los ricos y superar la pobreza de los pobres. Un Reino en el que no haya llantos, sino paz y alegría, comprensión y gusto por vivir. Un Reino en el que nadie se erija como juez, sino como servidor de su hermano; en el que no haya opresores y víctimas injustas, sino que todos nos amemos y trabajemos en una misma empresa y en una misma esperanza.

Este es el gran mensaje de Jesús, éste es el espíritu de las bienaventuranzas; ésta es nuestra conquista y nuestra meta.

Evidentemente que la meta en que se cifran las esperanzas de jóvenes y mayores es la conquista
de la felicidad. Dios bendice todo esfuerzo humano, el progreso humano, quiere el desarrollo, pero lo que no podemos hacer es invertir la escala de valores, poner como meta última y terminar lo que es relativo. Ésta es la tentación que podemos sentir los que nos llamamos cristianos, que aunque vivamos en pobreza, en estrecheces, contando el dinero para que nos llegue a final de mes, quizá nos falta esa pobreza de espíritu, esa generosidad de apertura hacia el otro, para vivir con paz, sin sentirnos hundidos y abatidos, para poder afrontar nuestra situación sin envidias ni rencores.

No se puede proclamar las bienaventuranzas sin un contexto religioso. No se puede ir al tercer mundo y decir que ésos son los bienaventurados. No son los bienaventurados, sino los desdichados, los que padecen nuestro capitalismo, nuestro progreso, nuestra explotación.

Por eso, sería bueno que nos planteásemos unos interrogantes que creen dudas en nuestra vida y cuestionen nuestra existencia y nuestra fe.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Jeremías 17, 5-8 Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6
San Pablo a los Corintios 15, 12. 16-20 san Lucas 6, 17. 20-26

 

de la Palabra a la Vida

La nueva perspectiva y el cambio que supone la presencia de lo santo entre los hombres produce una nueva visión de todo, visión que se capta para lo positivo y para lo negativo. Así se presentan en el evangelio según san Lucas las bienaventuranzas. Según el estilo propio de los profetas del Antiguo Testamento, para que se vea bien la continuidad entre los profetas anteriores a Cristo y Él mismo, pero a la vez la discontinuidad entre aquellos que llamaban a confiar en Dios y aquel que se presenta como el mismo Hijo de Dios.

Lo vemos bien en la primera lectura: confiar en Dios trae bendición, confiar en uno mismo trae maldición. Confiar en Dios trae bienaventuranza, confiar en los hombres trae lamentos. Y es que, como vemos en el salmo responsorial, toda la vida dichosa del hombre gira alrededor de un punto único y estable: la confianza en el Señor. Este es, sin duda, el primer paso para poder decirse discípulos, pues quien quiera seguir al Señor tiene que tener la confianza totalmente arraigada en su maestro. Van a venir momentos de alegría y conviene no volverse vanidosos cuando las cosas vayan bien, igual que no conviene venirse abajo cuando tengan que pasar por momentos de oscuridad, pero esto solo es posible si los discípulos entienden que son guiados por otro que sabe dónde va.

Dios se hace presente, entonces, en las situaciones de pobreza; se hace presente en las situaciones de oscuridad, y en todas ellas, la presencia del Señor no es pura estática: su riqueza, el correr de sus aguas, es una riqueza inagotable. Pensemos en las aguas que riegan desde lo profundo la Ciudad Santa: esa riqueza no se ve a simple vista, no la ve quien pasea a su aire, quien se deja llevar por lo superficial, y sin embargo el Señor riega las raíces de los que confían en Él para hacerlos fuertes discípulos.

Pero la confianza en el Señor se trabaja también desde la misma celebración de la Iglesia: no sólo es don que se pide a Dios, que se desea hacer crecer, sino que aquel que participa en la celebración de la Iglesia puede ser sabio si es capaz de reconocer que, en ella, lo esencial viene de Dios. Lo esencial no es lo que tenemos, no es lo que hacemos, no es lo que sabemos. No consiste en hacer muchas cosas, en asumir protagonismos o en desaparecer cuando uno es necesario. Sencillamente consiste en la capacidad para reconocer que lo esencial es lo que Dios hace en ella. Que Él es el actor, y que nosotros, la Iglesia, nos beneficiamos enormemente de su capacidad de hacer.

Así se aprende a valorar la vida, no desde lo que hacemos sino desde lo que recibimos. El Señor nos quiere cerca de Él, como sus discípulos, para poder hacer llegar a nosotros el agua de la gracia. Si somos conscientes de esto, aprenderemos a no esperar tanto de nosotros como del mismo Dios. En la vida corremos el riesgo de volvernos vanidosos ante nuestras virtudes, ante nuestros éxitos o méritos, y creer que todo eso, superficial, pasajero, lo hemos hecho nosotros. Y entonces, confiamos en nosotros mismos… Por el contrario, el verdadero discípulo permanece siempre cercano al Señor y sabe que es Él mismo el que hace que fructifique cualquier esfuerzo.

Así sucede en la celebración de la Iglesia, así tenemos que buscar en la vida. ¿Seremos capaces de mirar nuestro trabajo, nuestras responsabilidades, nuestros descansos, alegrías o tristezas, como discípulos, o nos dejaremos llevar por apariencias? Seguir al Señor, comenzar su seguimiento, requiere realismo, y este parte de que es el Señor el que riega, el que cuida, el que hace crecer.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

En orden a ejercer las funciones del sacerdocio común de los fieles existen también otros ministerios particulares, no consagrados por el sacramento del Orden, y cuyas funciones son determinadas por los obispos según las tradiciones litúrgicas y las necesidades pastorales. «Los acólitos, lectores, monitores y los que pertenecen a la schola cantorum desempeñan un auténtico ministerio litúrgico» (SC 29).

Así, en la celebración de los sacramentos, toda la asamblea es «liturgo», cada cual según su función, pero en «la unidad del Espíritu» que actúa en todos. «En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde según la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (SC 28).


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1143-1144)

 

Para la Semana

Lunes 14:
San Cirilo, monje, y san Metodio, obispo, patronos de Europa. Fiesta.

Hch 13,46-49. Sabed que nos dedicamos a los gentiles.

Sal 116. Id al mundo entero y proclamad el evangelio.

Lc 10,1-9. La mies es abundante y los obreros pocos.
Martes 15:

St 1,12-18: Dios no tienta a nadie.

Sal 93,12-13a.14-15.18-19: Dichoso el hombre a quien tú educas, Señor.

Mc 8,14-21: Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la de Herodes.
Miércoles 16:

St 1,19-27: Llevad a la práctica la palabra y no os limitéis a escucharla.

Sal 14,2-3ab.3cd-4ab.5: ¿Quién puede habitar en tu monte santo, Señor?

Mc 8,22-26: El ciego estaba curado y veía todo con claridad.
Jueves 17:

St 2,1-9: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres? Vosotros en cambio habéis afrentado al pobre.

Sal 33,2-3.4-5.6-7: Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.

Mc 8,27-33: Tú eres el Mesías. El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho.
Viernes 18:

St 2,14-24.26: Lo mismo que un cuerpo sin espíritu es un cadáver, también la fe sin obras.

Sal 111,1-2.3-4.5-6: Dichoso quien ama de corazón los mandatos del Señor.

Mc 8,34-9,1: El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará.
Sábado 19:

St 3,1-10: La lengua, ningún hombre es capaz de domarla.

Sal 11,2-3.4-5.7-8ab: Tú nos guardarás, Señor.

Mc 9,2-13: Se transfiguró delante de ellos.