No hay nada que se parezca más al infierno que la soledad no deseada, la incapacidad para escapar al propio aislamiento en el que cae el hombre cuando no sabe o no puede comunicarse. Algo de esto tenían que padecer los sordos en tiempos de Jesús. Eran además mudos porque no podían aprender a hablar por culpa de esa falta de audición. El Evangelio de hoy relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un acontecimiento prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del hombre con Dios y con los otros hombres. El milagro está ambientado en la zona de la Decápolis, es decir, en pleno territorio pagano; por lo tanto, ese sordomudo que es llevado ante Jesús se transforma en el símbolo del no-creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su sordera expresa la incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las palabras de los hombres, sino también la Palabra de Dios. Y san Pablo nos recuerda que «la fe nace del mensaje que se escucha».

En esta escena podemos reconocer los distintos pasos de un camino de progresivo descubrimiento de la persona de Jesús. La primera cosa que Jesús hace es llevar a ese hombre lejos de la multitud: no quiere dar publicidad al gesto que va a realizar, pero no quiere tampoco que su palabra sea cubierta por la confusión de las voces y de las habladurías del entorno. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite necesita silencio para ser acogida como Palabra que sana, que reconcilia y restablece la comunicación.

Se evidencian después dos gestos de Jesús. Él toca los oídos y la lengua del sordomudo. Para restablecer la relación con ese hombre «bloqueado» en la comunicación, busca primero restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre; por eso, eleva los ojos al cielo y ordena: «¡Ábrete!». Y los oídos del sordo se abren, se desata el nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente. La enseñanza que sacamos de este episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro. Para realizar esta comunicación con el hombre, Dios se hace hombre: no le basta hablarnos a través de la ley y de los profetas, sino que se hace presente en la persona de su Hijo, la Palabra hecha carne. Jesús es el gran «constructor de puentes» que construye en sí mismo el gran puente de la comunión plena con el Padre.

Recuerdo la experiencia que tuve durante un par de veranos siendo aún seminarista en un hogar para enfermos terminales de SIDA. Uno de ellos era sordo y ciego por lo que todo el contacto que tenía con él era por el tacto. No puedo olvidar la alegría que supuso para él que yo le enseñara a través de sus manos y valiéndome de las letras del abecedario, cómo me llamaba. Ahora bien, eso sí, desde esa hora, una vez establecido el puente de comunicación conmigo, ya no me dejaba ni un minuto sin reclamar toda mi atención. Y es que tiene que ser un dolor enorme no poder establecer contacto con nadie, tanto como enorme debe ser la alegría de poder volver a conectar con los demás.

Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y encerrados en nosotros mismos, y creamos muchas islas inaccesibles e inhóspitas. Incluso las relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada… Y esto no es de Dios. Esto es nuestro, es nuestro pecado.

Sin embargo, en el origen de nuestra vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel gesto y aquella palabra de Jesús: «¡Effetá! – ¡Ábrete!». Y el milagro se cumplió: hemos sido curados de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón y del pecado y hemos sido incorporados en la gran familia de la Iglesia; podemos escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos no la han escuchado nunca o a quien la ha olvidado y sepultado bajo las espinas de las preocupaciones y de los engaños del mundo.