Atención, que el Evangelio de la transfiguración habla de ti. No es algo que le sucedió al Señor solamente para mostrar su divinidad, sino también para darnos indicios de lo que nos espera a quienes confiamos en Él. Es decir, nuestro cuerpo y nuestra alma forman un todo que no morirá nunca. Dios no se desentiende del hombre ni vivo ni en el trance de pasar a la otra vida, le pertenecemos. Esa pertenencia es una propuesta absolutamente consoladora. No somos criaturas hechas de espacio y tiempo, que acaban por agotarse por su provisionalidad, sino que pertenecemos a una Persona divina. Hay Alguien que vela por mí, siempre, sin yo saberlo.

Jesús en el Tabor no se convirtió en otra persona, es decir, no apareció delante de los apóstoles como un personaje diferente, irreconocible. No le cambió el tono de voz ni su personalidad. Así lo acredita la expresión de Pedro, “Maestro, qué bueno es que estemos aquí”. Se refiere al Maestro de siempre, al mismo que caminaba por Palestina con lo suyos, pero en el resplandor de la verdad que habitaba en su interior. Pedro dice en sólo una frase muchas cosas que se intuyen. Lo primero de todo, que estar con el Señor es apetecible, como quien está con amigos de conversación y se le va el tiempo. Y también que de él nace una atmósfera de bienestar absoluto. Qué lejos quedarán al otro lado el llanto, el dolor y el luto, qué lejos.

Por tanto, el destino del nombre no es nacer para morir y convertirse en abono para los manzanos. No somos un portarretratos que se recicla, que se echa al camión del ayuntamiento y nos convertimos en un peluche de feria. No. Nos espera una vida personal en un Dios personal, en ese resplandor que tanto desconcertó a Pedro, Santiago y Juan. Entonces se entiende que esta vida sea ese primer paso del encuentro con el Maestro. San Juan Pablo II decía que si tuviera que definir la vida de alguna manera, sería como “el lugar donde es posible el encuentro con Dios”, ni más ni menos. No tenemos que hacer oración para ganarnos el Cielo, sino para decir con Pedro, “qué bien he hecho en haberte elegido”. No vamos a misa para cumplir con el precepto dominical, sino para que al comulgar Dios habite dentro de nosotros, desde dentro nos vaya dando de comer de lo suyo, y nos dé vida eterna.

Ya te lo digo, no somos material de reciclaje. La memoria de Dios es eterna, nos mantenemos siempre en su presencia. Nada de cuanto hacemos se perderá por el sumidero del olvido. En Dios no hay división de pasado, presente, futuro, Dios nos conserva siempre en Él.

Pero estas cosas sólo se saben si se viven.