El joven del Evangelio de hoy sale corriendo para alcanzar a Jesús. Tiene verdadero interés en estar delante de Él para hacerle una pregunta que considera decisiva para su vida, quiere saber cuál es el camino que conduce a la felicidad, a la vida eterna. Este joven ha comprendido la relación entre sus actos y la vida eterna. Por esto mismo quiere saber lo que ha de hacer para alcanzarla. No sé si cada uno de nosotros tiene igual de claras las cosas y pensamos que la vida eterna es un regalo que se nos dará sin “mover un dedo”, que Dios actuará en cada uno de nosotros sin contar con nosotros. Ciertamente la salvación es don gratuito de Dios, pero respeta nuestra libertad. No nos impondrá estar en su presencia y compartir su vida por la fuerza. Él está esperando nuestra respuesta. Dios no fuerza las cosas. Por esto mismo, siendo un don es al mismo tiempo tarea de cada uno. La salvación no es el fruto del mero esfuerzo personal, pero no se recibe y acoge este don sin esfuerzo.

No se trata de cualquier esfuerzo, si el de aquel esfuerzo por actuar de modo coherente, viviendo como conviene a los santos (cf. Tt. 2,3). Los Mandamientos muestran qué actos son los propios de un hijo de Dios y por tanto deben hacerse y qué actos son impropios y, por tanto, deben evitarse. En cuanto la ley moral indica el obrar humano que conduce a su perfección es expresión de su verdadero bien, de lo que conviene a su naturaleza y por tanto no es algo ajeno a él, como una imposición exterior. La verdad última sobre el bien del hombre está en la Revelación. “Dios, que sólo El es bueno conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en sus mandamientos” (Juan Pablo II, Encíclica “Veritatis splendor 35). Por esto debemos dirigirle a Él la pregunta sobre qué hemos de hacer para alcanzar la vida eterna. El hombre no puede darse otras leyes para alcanzar la vida eterna, porque no se ha creado a sí mismo. Por la misma razón tampoco puede cambiar las normas morales porque no le gusten algunos aspectos o le resulte difícil vivirlas. Más bien, puesto de rodillas, como el joven del Evangelio, habremos de pedirle que nos ayude a actuar conforme a los Mandamientos en los que nos muestra el camino para alcanzar la verdadera felicidad.

En la obediencia a los Mandamientos se escode el secreto de nuestra felicidad. Cuanto más obedezcamos a Dios en ellos, tanto más alegría y gozo experimentaremos en esta vida y no abre a las alegrías de la vida eterna. Pidamos a Nuestra Madre la humildad de esa obediencia rendida a los mandatos del Señor.