“Ahora convertíos a mí de todo corazón”. Con esta llamada, que es también una súplica, de Dios Padre a sus hijos para que vuelvan su corazón a él y pueda derramar sobre ellos todo su amor de Padre, comenzamos este tiempo de gracia que es la cuaresma. La Iglesia bendice hoy la ceniza obtenida de las palmas bendecidas el Domingo de Ramos del año pasado, para imponerla sobre cada uno de nosotros. Inclinemos, pues, nuestras cabezas. y reconozcamos en el signo de la ceniza toda la verdad de las palabras dirigidas por Dios al primer hombre: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19). El significado del miércoles de ceniza no se limita a recordarnos la muerte y el pecado; es también una fuerte llamada a vencer el pecado, a convertirnos. Lo uno y lo otro expresa la colaboración con Cristo. ¡Durante la Cuaresma tenemos ante los ojos toda la «economía» divina de la gracia y de la salvación!

Convertirnos cada jornada. Esto supone aprender a moverse habitualmente en la amistad de Dios que es requisito indispensable para acceder a su intimidad. Este es el centro de este tiempo: crecer en la intimidad con Dios, en abrir el corazón y dejarnos renovar cada día. Reconocer nuestra fragilidad, nuestro pecado para que Dios nos salve. “Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores” (Papa Francisco, “Evangelii Gaudium.” 3).

“Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno (Hb 4, 16). Es, con palabras de San Pablo, “como si Dios os exhortara por medio de nosotros. Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios” (2Cor 5, 20-21). En este tiempo, una vez más, acudamos al trono de la Misericordia para en él ser recreados. Con confianza porque no acudimos confiados en nuestros méritos. «Mi único mérito – decía San Bernardo, en el “Sermón sobre el Cantar de los Cantares” – es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos».

La conversión a Dios – nos decía San Juan Pablo II – consiste siempre en descubrir su misericordia, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre; el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre y por ello alcanzar el auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven pues in statu conversiones; es este estado el que traza la componente más profunda de la peregrinación de todo hombre por la tierra in statu viatoris” (“Dives in Misericordia”).

El camino para este conocimiento, como nos propone Jesús en el Evangelio, son la oración “en lo secreto”, donde sólo lo ve tu Padre; el ayuno como manifestación de penitencia y deseo de reparación; la limosna expresión de generosidad y amor al prójimo.

Que María, refugio de pecadores y consuelo de los afligidos, nos alcance ese verdadero conocimiento de Dios, “rico en misericordia”.