En el Evangelio de hoy, Jesús les manifiesta a sus discípulos, y también a nosotros, que “tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, sr ejecutado y resucitar al tercer día”. Nos prepara para aceptar la invitación a seguirle, a “ir en pos de él”, que supone la comunión con su pasión y muerte en la cruz. Y nos prepara mostrándonos cómo él nos precede en ese camino, que nunca recorremos solos, porque “no hay ningún mal por afrontar, que Cristo no afronte con nosotros. No hay ningún enemigo al que Cristo no haya vencido ya por nosotros. No hay ninguna cruz que llevar, que Cristo no haya llevado ya por nosotros, y que no lleve ahora con nosotros. En la extremidad de toda cruz encontramos la vida nueva en el Espíritu Santo, la vida nueva que alcanzará su plenitud en la resurrección” (San Juan Pablo II, Homilía en Baltimore el 8 – X – 1995).

Además, anuncia el triunfo sobre el dolor y el sufrimiento de la cruz: “¡y resucitar al tercer día! Esta es la esperanza. Que nos hace capaces de participar de su destino, de aceptar la invitación a seguirle. “La Cruz no es el fin; la Cruz es la exaltación y mostrará el cielo. La Cruz no sólo es signo, sino también invicta armadura de Cristo: báculo de pastor con el que el divino David se enfrenta al malvado Goliat; báculo con el que Cristo golpea enérgicamente la puerta del cielo y la abre. Cuando se cumplan todas estas cosas, la luz divina se difundirá y colmará a cuantos siguen al Crucificado” (Santa Teresa Benedicta de la Cruz, “La Ciencia de la Cruz»”).

También nos ayuda mostrándonos cómo participar en ese misterio salvador de la cruz: negarnos a nosotros mismos, “perdiendo” la vida por él. Es decir, viviendo no para nosotros sino para aquel que por nosotros murió y resucito. Supone rectificar constantemente la mirada del corazón que no se vuelca sobre nosotros, nuestros gustos y apetencias, sino sobre los demás, sobre lo que necesitan. Necesitamos aprender cada día morir a nosotros mismo, al afán de gloria propia, para vivir en Cristo para la gloria de Dios. Hemos de permitir, con palabras de Santa Teresa Calcuta, “que la gente muerda su sonrisa, su tiempo. A veces preferirían no mirar a alguien siquiera, si han tenido algún malentendido. Entonces no sólo miren, sonrían también. Aprendan que deben dejar que la gente se las coma» (Ven, se mi luz 346)

Mirar al Crucificado es siempre camino de conversión del corazón. “La Cuaresma es un tiempo propicio para aprender a permanecer con María y Juan, el discípulo predilecto, junto a Aquel que en la cruz consuma el sacrificio de su vida por toda la humanidad (cf. Jn 19, 25). Por tanto, con una atención más viva, dirijamos nuestra mirada, en este tiempo de penitencia y de oración, a Cristo crucificado que, muriendo en el Calvario, nos reveló plenamente el amor de Dios” (Benedicto XVI, “Mensaje para la Cuaresma” 2007).